UN CIERTO SILENCIO
- Artículo de
Amor (tristemente) humano
Magazine | 07/11/2013 - 23:59h
El otoño ha llegado veloz y poderoso a este rincón del norte en el que me encuentro. Mientras afuera llueve y el viento agita los árboles como si fueran hierbecillas, disfruto del enorme placer de acurrucarme junto a la chimenea y pasar la tarde leyendo. O, mejor dicho, releyendo: a los lectores impenitentes nos gusta volver una y otra vez a los textos que en algún momento de nuestras vidas nos conmovieron. A veces es una experiencia frustrante y melancólica, pero a menudo los grandes libros nos van acompañando a lo largo de la vida, como viejos amigos que maduran junto a ti.
Eso es lo que acaba de ocurrirme con las cartas deEloísa de Paracleto y Pedro Abelardo, que había descubierto siendo muy joven. Ahora las he leído con menos inocencia y mayor comprensión, imagino, pero he vuelto a sentir el mismo asombro ante el amor y la generosidad de esa mujer muerta hace tantos siglos, y la misma decepción ante la cobardía de su amado. Eloísa y Abelardo vivieron en París en la primera mitad del siglo XII. Él era un filósofo y teólogo de enorme prestigio, un hombre de treinta y cinco años que gozaba de la misma admiración que ahora podría despertar un actor famoso. Ella, una joven asombrosa, que se había rebelado contra el tradicional destino de ignorancia impuesto a las mujeres y dedicaba su vida a estudiar y reflexionar. Aprovechando las clases de filosofía que le impartía, él supo seducirla, probablemente sin sospechar que aquella relación iba a convertirse en una pasión profundísima, el encuentro de los cuerpos y las almas de dos iguales.
Eloísa se quedó embarazada, y Abelardo la convenció para casarse, a pesar de que ella no quería. Lo hicieron en secreto, de manera que él pudiera seguir desarrollando una carrera inevitablemente ligada en aquellos tiempos a la Iglesia y sus exigencias. Abelardo envió entonces a su esposa a un convento, donde ella debía vivir retirada mientras él mantenía su intensa vida académica y social. Ninguno de los dos contó con la venganza de la familia de Eloísa, que, ante el deshonor causado por aquella pasión impúdica, pagaron a unos sicarios para que castrasen al filósofo. Abelardo aceptó aquello como un castigo divino por sus pecados. Agachó la cabeza, se resignó, olvidó su amor y ordenó a Eloísa tomar las órdenes religiosas y convertirse en monja. Ella, en cambio, siguió defendiendo por encima de todo su amor humano, que pesaba en su vida más que el divino. Se conservan cuatro de las cartas que se enviaron después del final de su relación, y en ellas la religiosa aparece como una figura grandiosa, sabia y profundamente humana, “la más desdichada de las desdichadas, la más infortunada de las infortunadas”. “Jamás, Dios lo sabe, escribe la amante orgullosa al esposo mezquino, busqué en ti nada más que a ti mismo; era a ti a quien deseaba, no lo que estaba ligado a ti. No pretendí ni una alianza matrimonial ni una dote, y no fueron mis placeres ni mis anhelos sino los tuyos, lo sabes muy bien, los que intenté satisfacer con todo mi corazón”. Ese sentimiento extraordinario sólo encontró una pequeña compensación después de la muerte, cuando Eloísa fue enterrada junto a aquel marido que quizá no había merecido tanto amor. Allí siguen, en el cementerio del Père-Lachaise, humanamente juntos.