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343 asquerosos intelectuales
Magazine | 21/11/2013 - 23:59h
A las mujeres nos cuesta mucho comprender laatracción de ciertos hombres por las prostitutas. He dicho “ciertos”, aunque probablemente debería haber dicho “muchos”, tal y como parecen confirmar las cifras de ese negocio, por muy confusas que sean. (Antes de que alguien haga el consabido e inevitable comentario, ya lo hago yo misma: por supuesto que también hay mujeres que utilizan los servicios de prostitutos, pero su número es infinitamente menor que el de los varones).
Hace algunos años, las mujeres de mi generación creíamos que lo de la prostitución era cosa de otros tiempos. Con asombro y asco, hemos ido descubriendo sin embargo que entre los usuarios de los prostíbulos hay hombres de cualquier edad y aspecto físico. A veces he conseguido tirar de la lengua a algunos amigos para que me expliquen ese misterio. Y las respuestas que me han dado son tan simples, que no dudo de que sean verdad: quienes buscan prostitutas suelen hacerlo porque no quieren tener que molestarse en conquistar a una mujer –corriendo además el riesgo de que les dé la lata al día siguiente–, y a menudo también por sentirse durante un rato machos dominantes. El que paga, ya se sabe, manda.
He utilizado la palabra “asco” y la reitero: a las mujeres –y estoy segura de que también a muchos hombres– nos da náuseas la terrible sordidez que suele acompañar ese trabajo. Prostitutas voluntarias hay muy pocas. Para ellas habría que exigir legalidad plena, todos los derechos y deberes de cualquier otro trabajador. Pero los estudios más serios y los datos de los propios cuerpos de seguridad hablan de que entre un 80% y un 90% de las mujeres prostituidas en nuestro país y en los de nuestro entorno son extranjeras que han sido engañadas, cuando no directamente secuestradas. En el mejor de los casos, víctimas de la miseria a las que no les queda otro remedio más que acostarse con hombres para sobrevivir y sacar adelante a sus familias. Mujeres desgraciadísimas, que trabajan en condiciones muy semejantes a las de las esclavas, amenazadas, maltratadas, drogadas y expoliadas por las mafias y los chulos. Es inevitable preguntarse dónde dejan su conciencia esos hombres “decentes” que a veces terminan una noche de juerga o de negocios en la habitación sórdida de un bar de carretera, usando el cuerpo maltrecho de una hija de la pobreza y la desaprensión.
No sé cuál es la solución para el drama de todas esas mujeres. Quizá no, como a veces he pensado, la legalización. Pero tampoco, desde luego, la repugnante defensa que acaban de hacer 343 intelectuales (?) franceses. Indignados ante una proposición de ley que pretende castigar a los clientes de las prostitutas –una estrategia que en Suecia ha cosechado mucho éxito–, ese puñado de señores ha firmado un manifiesto que se titula 'Touche pas à ma pute' (deja en paz a mi puta). Gentes como el famoso escritor Frédéric Beigbeder, al que no pienso volver a leer, el humorista Basile de Koch, el periodista político Éric Zemmour, el actor Philippe Caubère, el dramaturgo Nicolas Bedos o el abogado Richard Malka. Hombres muy serios y sesudos, comprometidos con muchas causas nobles, que consideran sin embargo que una mujer víctima de la miseria, la violencia o la trata debe estar al servicio de sus caprichos. No saben el asco que me dan.