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CULTURA OKUPADA - ANGELES CASO

UN CIERTO SILENCIO
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Cultura okupada

Magazine | 10/10/2013 - 23:59h | Última actualización: 11/10/2013 - 13:07h
Cultura okupada
Cultura okupada Patrick Thomas
Si algo he echado siempre de menos en este país nuestro, es la existencia de redes de organización ciudadana. Somos, qué duda cabe, un pueblo entregado a la calle, amantes de la jarana y la fiesta, dispuestos siempre a comer y beber hasta caernos al suelo y a ocupar los espacios públicos al mínimo pretexto, llenándolos de chiringuitos, desfiles, procesiones, verbenas y aglomeraciones de todo tipo. Nos encanta el gentío, el follón, la masa enardecida y ruidosa. A chillones y juerguistas no hay quien nos gane.

Carecemos en cambio de una auténtica vida comunitaria destinada a la reflexión, el aprendizaje o el disfrute tranquilo de la cultura en el sentido más amplio de la palabra. Por eso he envidiado siempre la capacidad de los ciudadanos de otros países para organizarse en ese sentido, al margen tanto de las instituciones públicas como de las empresas comerciales. Siempre me ha maravillado la intensa actividad vecinal de tantas ciudades y pueblos europeos, donde suele haber un local público al que los habitantes acuden habitualmente para participar en conciertos, charlas y talleres de todo tipo, o simplemente para pasar algunas horas en compañía.

En los últimos años han comenzado a surgir en España iniciativas de este tipo, organizaciones espontáneas de vecinos dispuestos a disfrutar de espacios comunes en los que ofrecer sus conocimientos a los demás, prestar su tiempo para cuidar de niños y ancianos o aprender del talento ajeno. Vida vecinal generosa y enriquecedora. Aunque con una característica propia: como aquí apenas hay edificios públicos para ese tipo de actividades, en muchas ocasiones esos lugares han nacido de la ocupación, es decir, del atrevimiento de algún grupo de personas –casi siempre, jóvenes– que han decidido reconvertir un espacio abandonado en un lugar para la actividad colectiva. Por supuesto, la historia suele acabar mal, con persecuciones judiciales y policiales amparadas por unas leyes que tienden a desproteger el bien común.

Uno de esos espacios ejemplares de vida ciudadana se creó hace un par de años en Oviedo, cuando un grupo de personas ocupó un edificio público abandonado –la antigua Consejería de Sanidad–, utilizado como moneda de cambio en ciertas operaciones especulativas más bien dudosas de la administración autonómica. Allí surgió el Centro La Madreña, que desde entonces ha ofrecido toda clase de actividades gratuitas a los vecinos. A cambio de un precio muy alto: cinco de las personas que frecuentan el lugar han sido acusadas por la empresa pública propietaria del edificio de usurpación, y en estas fechas prestan declaración ante el juez. Por supuesto, esa empresa pública, de nombre Sedes, está al borde de la ruina y acaba de despedir a cien de sus ciento veintitrés trabajadores. Parece que sus gestores no lo han hecho del todo bien, pero no da la sensación de que vayan a pagar por sus errores. Quienes tal vez pagarán, si la justicia no lo impide, son esas personas generosas que han convertido un rincón abandonado de la ciudad en un espacio lleno de vida. Ocupado ilegalmente, de acuerdo. Pero es que si las administraciones que todos sostenemos con nuestros impuestos se interesasen un poco más por los ciudadanos y su bienestar, no haría falta llegar a esos extremos, ¿no creen?


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