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Mª ANGELES CASO - COMPASION

CIERTO SILENCIO
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Compasión

Magazine | 15/08/2013 - 23:59h
Compasión
Una parte de mi compasión se dirige al maquinista, ese hombre desdichado PATRICK THOMAS
Siempre he pensado que la fragilidad forma irremediablemente parte de la condición humana. Es cierto que tendemos a ser soberbios, a creer que podemos controlar nuestras vidas, a convencernos incluso de que somos invencibles. En ese afán de dominio férreo de nuestras existencias, muy jaleado por una parte del pensamiento contemporáneo más blando, nos olvidamos de nuestra permanente exposición a circunstancias que jamás podemos controlar y que, a veces, en su paso desolador sobre nosotros, se llevan consigo lo mejor de nosotros mismos.

Por eso he pensado siempre que la humanidad es digna de compasión. Sí, compasión, esa palabra pasada de moda y menospreciada y que, sin embargo, me parece un elemento imprescindible de nuestra supervivencia como especie. De acuerdo, ya sé que una parte de nuestra permanencia sobre el planeta se ha basado en la adaptación al medio. Y en nuestra inteligencia inventiva. Y, lamentablemente, también en la violencia. Pero no me cabe la menor duda de que la capacidad de compadecernos los unos de los otros y, en consecuencia, ayudarnos los unos a los otros algo tiene que ver con nuestra historia. No desde la superioridad de aquel al que no le afecta el mal, sino justamente desde la humildad del que sabe que el daño se reparte caprichosamente sobre nuestras frágiles cabezas.

Escribo todo esto recordando el horrible accidente del tren Alvia, que todavía mantiene encogida el alma de todos los españoles en el momento en que hago el artículo. Lo escribo compadeciéndome de quienes se han ido repentinamente, fuera de tiempo y de lugar. De quienes, quizá, arrastren problemas físicos o psíquicos el resto de sus vidas. De todos aquellos que los van a echar terriblemente de menos, preguntándose una y otra vez por qué. Y de quienes han temblado días y días junto a las camas de los heridos, preguntándose si habría o no futuro, y cómo sería. Y, claro está, me compadezco también de todos aquellos que participaron en el rescate y que ahora tendrán que soportar imágenes terribles en su memoria, especialmente de esos extraordinarios vecinos de Angrois, a los que admiro más que a nadie en el mundo.

Pero una parte importantísima de mi compasión se dirige al maquinista, ese hombre desdichado que cargará el resto de su vida con una montaña de angustia. Podría haber sido cualquiera de nosotros. Yo, al menos, jamás pondría la mano en el fuego por mí misma a ese respecto. ¿Acaso puedo estar segura de que en ningún momento de mi existencia tendré un despiste que resulte fatal? Nadie está libre de un instante de adormecimiento de sus neuronas. Una mala noche por culpa del calor, un dolor de cabeza, una pelea con tu pareja, y el infierno puede estallar a tus espaldas. Lamento su destino, créanme, y me gustaría estrecharle la mano y decirle –como él mismo musitaba después del accidente– que sí, que es humano, fragilísimamente humano, como todos. Y no sé si ese pobre hombre podrá volver a reírse alguna vez, pero espero que el resto de los corresponsables de ese accidente, todos aquellos que no por fragilidad, sino por codicia o pereza, decidieron que un tren puede circular a 200 kilómetros por hora dependiendo tan sólo de la perfección del cerebro de su conductor, compartan al menos una parte de su tristeza.

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