Hay quien desea cambiar el mundo sin antes, darse una vuelta por su casa. Son los “salvapatrias” de armaduras de hojalata, personas que solo ven sus propios horizontes, sus sueños de grandeza pero no sus realidades más cercanas. Esa humildad cotidiana donde acontecen las verdaderas carencias y la oportunidad de las auténticas revoluciones.
Decía León Tolstoi con gran acierto que la mayoría de personas alzan la voz pidiendo cambiar el mundo. Sin embargo, son muy pocos los que empiezan por cambiarse a sí mismos. Porque, con un cambio de actitud, y ese coraje silencioso que calla y avanza, que observa y actúa es de donde han partido las grandes transformaciones.
Ernest Hemingway escribió una vez sobre un aspecto que está de plena actualidad. Se preguntaba por qué había personas que al llegar a un cargo de autoridad perdían por completo el contacto con lo real. Con las necesidades más cercanas. Llegada la oportunidad de hacer cosas verdaderamente buenas para la sociedad, esas personas “mutaban” en un espécimen digno de estudio.
Hemingway lanzaba la cuestión sobre qué tipo de “agente infeccioso” ocasiona la corrupción una vez que se alcanza el poder. Esa misma cuestión la seguimos teniendo ahora. ¿Por qué quién tiene la capacidad de mejorar el mundo, en ocasiones, lo daña? Te proponemos reflexionar sobre ello.
Cambiar el mundo para que esté a mi medida
“Cambiar el mundo sí, pero para que calce mi talla. Haré cambios, desde luego, pero los justos para que cumplan mis expectativas y armonicen con mis egoísmos“. Empezaremos hablando de este tipo de mentalidad, la de quienes habiendo llegado a la cumbre, se desligan por completo de los problemas reales hasta disolverlos en el olvido. En la nimiedad.
La mitología griega, siempre tan sabia, supo reflejar a la perfección el carácter humano, sus pecados capitales y sus abismos psicológicos. Al ego desmedido, por ejemplo, lo llamaron “hubris”. Solían usar este término cuando los héroes, al alcanzar fama, renombre y riqueza, cruzaban la línea de lo ético para llegar al abismo de lo delictivo.
No obstante, el hubris podía ser realmente peligroso. Porque cuando el héroe osaba retar a los dioses, al dar muestras de su poder mediante una violencia ebria, la grosería y un egoísmo desmedido, aparecía Némesis, la diosa de la justicia. De este modo, castigado el poderoso y corrupto, todo volvía a su sutil equilibrio. Ahora bien, en nuestra realidad, lejos de las esferas del Olimpo, la cosa es bien distinta.
Quien llega al poder y ansía cambiar el mundo para satisfacer los propios beneficios, no siempre recibe un castigo. Al contrario, lo más probable es que aparezcan los aduladores. Personas que aprovechan la oportunidad y que refuerzan al poderoso para obtener un beneficio conjunto. Para consolidar las malas artes y hacer del “hubris”, su modo de vida.
El mundo, por tanto, lejos de cambiar, queda atascado en esa realidad donde crecen aún más las carencias, las necesidades. Y en especial, la falta de esperanza ante el vacío de justicia.
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