En el Far West, la tierra mítica donde los cielos corren rápido, hay indios al acecho y ‘saloons’ en cada villa. Una realidad construida a través de los wésterns y sus clichés
Una exposición en el Museo Thyssen revisita, a través del arte, los arquetipos que construyeron el sueño de la conquista norteamericana
Si hay alguna imagen que todos atesoramos como memoria colectiva, como recuerdo compartido y pertenencia –aunque paradójicamente sea de otros–, es la del Lejano Oeste. Son los espacios abiertos, surcados por el viento y los búfalos que de una forma inesperada desvela una mañana el cielo alto de Chicago –incluso en medio de un despliegue tan portentoso de arquitectura–; nubes que corren más deprisa que la mirada; aire que sopla por un país entero, que lo atraviesa desbocado por las grandes llanuras como los búfalos, y que tarda kilómetros y kilómetros en encontrar un sistema montañoso que lo amortigüe y lo domestique. La forma de nombrar es elocuente en Estados Unidos: hay una pequeña franja al este y otra en su extremo opuesto –California y el resto de Estados del Pacífico–. Entre medias, indómito, lleno de superficies infinitas, un lugar extraordinario: el Medio Oeste, la tierra mítica y que todos conocemos por los wésterns, películas que desde la infancia nos acompañan como una imagen martilleante de la construcción de estereotipos, como ocurre en el cine de Hollywood. Es la tierra prometida para los colonos y el final de una civilización para los nativos americanos y hasta para las tierras que habitaban, ya que poco a poco los cultivos fueron domesticando las praderas inconmensurables.
De hecho, las películas del Oeste, tantas veces vistas y llenas de gags repetidos –vasos de whisky que corren por las barras; chicas “ligeras de cascos”; duelos de malos y buenos que se quedan un momento en medio del paisaje desierto a punto de sacar las pistolas, imagen congelada durante unos fotogramas…–, han ido construyendo en la imaginación colectiva el ideal de conquista que subyace en los primeros colonizadores en Estados Unidos. Blancos contra indios –vaqueros contra indios–, los wésterns narran la historia desde un solo ángulo: el de los colonizadores con sus caravanas en círculo para evitar el ataque de los temibles y malvados indios, que montan a pelo y recorren las praderas sin tregua.
Las películas del oeste han ido construyendo en la imaginación colectiva el ideal de conquista que subyace a los primeros pobladores de EE UU
Porque, en efecto, a finales del siglo XIX el Oeste estaba domesticado por completo, incluso el feroz jefe Toro Sentado aparece en varias imágenes posando en el estudio de un fotógrafo de los que colocaban a cada persona en la pose que mandaba la estricta etiqueta del siglo XIX –el burgués de burgués, el “indio” de “indio”–. Al fondo, se adivinaba el típico decorado que hacía aún más triste la representación del anciano, en otros tiempos fiero, sosteniendo su arma por puro protocolo. De esa manera le representa la foto de D. F. Barry de 1885, que tal vez circuló en forma de postal –lo “exótico” a buen precio que tanto gustaba al XIX en sus espectáculos de tiro al blanco y sus exposiciones universales–. Esta obra y algunas otras curiosidades maravillosas se podrán ver en la exposición La ilusión del Lejano Oeste, en el Museo Thyssen del 3 de noviembre al 7 de febrero, comisariada por el artista Miguel Ángel Blanco, quien ha tomado como punto de partida un hecho excepcional: es la única colección del país donde se pueden encontrar obras relacionadas con el tema.
Pese a todos los estereotipos que se han ido construyendo entrado el XX –o precisamente por esos estereotipos de libertad que el relato desvela en la memoria–, ese Oeste vuelve a ser el mito fundacional norteamericano por excelencia. Lo es para aquellos que en los años treinta primero y en los cincuenta después quisieron “buscar América”. Hacia el Oeste se iría la mítica pintora Georgia O’Keeffe, más concretamente a Nuevo México en 1939, junto a Beck Strand, que había estado casada con el conocido fotógrafo Paul Strand. Ese lugar acabaría por convertirse en su casa durante los siguientes años y allí aprendería nuevos paisajes. Se trataba de un viaje sin el marido, el fotógrafo Alfred Stieglitz, que suele leerse como parte del mito feminista. Pero dicha partida se inscribe en la tónica de esos años, en los cuales otros habían salido de Nueva York en “busca de América”, de las raíces, de lo perdido: Hartley en 1918, Weston hacia California en 1926.
Años más tarde, en los cincuenta, la beat generation impulsaría ese mismo viaje hacia las tierras con algo de prometidas en una época que no aceptaba el destino prediseñado de su país y que daba paso a nuevas invenciones que, también en busca de esa América, conocían de partida la imposibilidad de hallarla como se describía, quizá porque todo paisaje recorrido es un paisaje inventado. A esa generación pertenecerían William Burroughs, Allen Ginsberg y Jack Kerouac, con su libro En el camino, donde se cuenta la historia de un desclasado que también se esfuerza por “buscar América”, que en su caso es un lugar impreciso, una etapa en el camino de raíces contraculturales.
Ambos momentos son, en el fondo, cierto retorno a la tierra prometida que ejemplifican los paisajes del Oeste, el origen despoblado e imponente que habían recorrido los primeros españoles, quienes llegaron a estas tierras en el siglo XVI, dejando ejemplos de mapas que no solo dan idea de la precisión del recorrido, sino del espíritu expansionista de España hasta el XIX. Son esos paisajes magníficos de los cuales dan cuenta también pintores como Henry Lewis en Las cataratas de San Antonio del Alto Misisipi, siguiendo una moda muy popular entre los viajeros por América Latina, deslumbrados ante una naturaleza poderosa y desbocada, que en este cuadro concreto –de la colección del propio Museo Thyssen– muestra a un nativo mientras observa la magnificencia del panorama, reenviando al concepto de lo sublime en 1847. El paisaje de Albert Bierstadt –en la colección de Carmen Thyssen– repite el esquema de los observadores frente a la naturaleza privilegiada. En la propuesta de estos pintores, a veces más bien aficionados y etnógrafos, se pone además de manifiesto la sugestiva línea divisoria entre creación y antropología que los viajeros –o viajeros por el propio país en busca de las raíces, como en el caso de Lewis– plantean.
Tal es el caso también del pintor norteamericano William Henry Jackson cuando pinta El Gran Cañón de Arizona a principios del XX, esa naturaleza hostil de la cual hablaba la exploradora Calamity Jane en las cartas nunca enviadas a la hija: “Durante el mes de junio he hecho poney express rider transportando el correo de Estados Unidos entre Deadwood y Custer, una distancia de 50 millas, en una de las pistas más duras de Black Hills. (…) Estaba considerado el camino más peligroso de las colinas, pero como mi reputación como jinete y mi puntería eran bien conocidas, he tenido pocos problemas, porque los de la oficina me consideraban una persona preparada y porque sabían que siempre daba en el blanco”.
Son los mismos paisajes que reproduce el wéstern cuando forman ya parte de la historia, si bien algunos de ellos, en su potencia, no consigan ser domesticados jamás por los cultivos y el consumo, como desvela el retrato melancólico de Toro Sentado.
Por eso quizá emocionan de una forma inusitada algunas de las representaciones que se proponen de los nativos americanos en sus propias tierras, como las de uno de los fotógrafos más potentes de la historia de la fotografía norteamericana, Edward Curtis, quien con sus retratos de fondo neutro y sus bellos rostros traspasa la idea de documento y entra en el territorio del estudio psicológico, mostrando y demostrando el orgullo de los protagonistas a su pertenencia, la que les sería arrebatada en el duro camino hasta la reserva o, incluso, hacia el estudio de un fotógrafo mediocre, incapaz de leer más allá de los estereotipos.
Quizá las fotos de Curtis, sobre todo la que muestra a un nativo americano en una reserva Crow estirando una piel sobre el suelo en 1909 –cuando las tierras y los hombres habían sido devastados–, fueron las que vio Jackson Pollock, el gran pintor norteamericano, quien en los años cincuenta del siglo pasado inventaba unas raíces que le eran ajenas: “Mi pintura no sale del caballete. Prefiero colocar el lienzo sin estirar sobre la pared dura o sobre el suelo. Necesito sentir la resistencia de una superficie dura. Sobre el suelo estoy más cómodo. Me siento más cerca, más como una parte de mi propia obra porque puedo dar vueltas, trabajar desde los cuatro lados y literalmente estar sobre la pintura. Se parece al método de los pintores sobre la arena del Oeste”.
La exposición La ilusión del Lejano Oeste abre sus puertas en el Museo Thyssen-Bornemisza el 3 de noviembre.
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