QUÉ MUEVE A... CARLO PETRINI
Carlo Petrini, fundador del movimiento Slow Food, lleva una vida defendiendo el consumo local de alimentos y rebatiendo a quienes dicen que una agricultura más productiva es la solución contra el hambre
Roma
Carlo Petrini (Bra, Piamonte, 1949) no se callaba cuando era joven, y mucho menos ahora que se acerca a los 70. El italiano lleva más de tres décadas dedicado a la gastronomía (y al activismo), y es un pesimista positivo. O un optimista cascarrabias, según se mire. Aunque pierde poco a poco la esperanza en una Europa donde los jóvenes “parecen creer que se alimentarán a base de ordenadores”, en lugar de berenjenas y zanahorias. El fundador del movimiento Slow Food clama contra esa concepción de la comida como un simple bien de consumo, en lugar de como algo básico para la vida. Y no tiene reparos en montar un pollo en la FAO (la agencia de la ONU para la alimentación y la agricultura, de la que es embajador) porque en su comedor han servido un risotto con espárragos trigueros fuera de temporada.
“Es que se hacen grandes afirmaciones de principios, pero luego en la práctica vemos otra cosa”, se queja. “Y, en general, no se respeta la estacionalidad, del mismo modo que se quiere exprimir a los animales, y que solo se busca producir cada vez más y más rápido. Y esto no funciona”, reflexiona Petrini, padre de la comida lenta. Del Slow Food. Una iniciativa que nació en Italia hace casi 29 años y que hoy está presente en 160 países como bastión a favor de la pequeña producción. De los alimentos como algo valioso, íntimo e inherente a la vida humana.
“Hemos pasado de ser una sociedad agrícola a una industrial, y ahora posindustrial”, resume el hombre a quien McDonald's acusó de "tercermundista" por criticar la presencia de la multinacional de comida rápida en la Expo de Milán de 2015. “Y el cordón umbilical que nos unía con los alimentos se ha roto: estamos criando a niños que nunca han visto un pollo”, lamenta. El gran problema, según él, es nuestra incultura alimentaria, contra la que lucha, por ejemplo, con una universidad de Ciencias Gastronómicas en Pollenzo (Italia). “No nos interesa qué comemos ni cómo se ha preparado. Solo queremos pagar poco. ¿Y si luego enfermamos? ¿y si los campesinos pasan hambre y miseria? ¿y si destruimos el medioambiente? Nos da igual, solo queremos pagar poco”, censura.
¿No es comprensible que la gente busque pagar menos? “Mire, cuando yo empecé a trabajar en 1975, si cobraba 100, 30 se me iban en comer. Hoy, de esos 100, la gente gasta 11 en alimentarse. Y siete u ocho en comprarse un teléfono. ¿Hasta cuándo podremos gastar menos? ¿Hasta cuándo sostendremos esta idiotez que pone de rodillas a los agricultores, que nos hace comer m... solo porque cuesta poco?” El tono del impulsor del manifiesto Kilómetro Cero (que aboga por consumir principalmente alimentos producidos en la zona) se eleva con facilidad, pero por su lenguaje corporal parecería que nunca pierde la calma.
TRES DÉCADAS DE 'COMIDA LENTA'
"La idea inicial de Slow Food era defender la diversidad gastronómica contra la homologación de hamburguesas y patatas fritas que traía el fast food", explica Carlo Petrini, fundador del movimiento. Pero también nos ocupamos de la cuestión rural y de la ambiental, no solo de lo gastronómico. "Ver la pérdida de biodiversidad y el cambio climático y seguir exaltando el sabor y la calidad de una cebolla es un poco... Pero también es triste ser ambientalista sin ser gastrónomo: necesitan más alegría", reflexiona. El equilibrio entre conocimiento, respeto y placer es la filosofía Slow Food.
El movimiento, con su propia universidad de Ciencias Gastronómicas (desde hace 13 años) y presente en más de 160 países, ha creado iniciativas como el Arca del Gusto, donde se protegen alimentos en peligro, como la cebolla morada de Zalla. La batalla, que libran desde hace casi 29 años, es extender el conocimiento y el cuidado de la comida y fomentar la producción local y rural por todo el mundo.
“La victoria solo llegará cuando comer bien sea un derecho de todos. ¡De todos! Y no un lujo reservado a unos pocos”. Hoy, según el sociólogo italiano, nos encontramos con agricultores pobres que hacen productos buenos para los ricos. “Y de otro lado, empresas riquísimas que hacen la comida de los pobres. Esto no va bien”.
La información es el otro gran desafío de una época, en la que, insiste Petrini, sabemos poquísimo sobre qué comemos. Ni siquiera, sostiene, somos conscientes de la importancia de lo que nos llevamos a la boca. “Hace falta más educación alimentaria, sobre todo con los niños. Los Gobiernos no la proporcionan, dicen que no tienen dinero. Y enfrente hay multinacionales que gastan cifras inverosímiles [in-ve-ro-sí-mi-les, repite deletreando] en publicidad”, apunta. Una publicidad difícil de descodificar, sobre todo en el caso de los menores.
La alternativa que ofrece Petrini —y, según él, la solución a muchos de estos males de malnutrición, climáticos o alimentarios— es la pequeña producción local. El respeto y la “valorización” de la comida, tanto en el precio como en sí misma. “Hay que reconstruir la economía local. Se puede producir comida buena, limpia y justa, sin desperdiciar”.
— ¿Se puede realmente? Hay quien mantiene que con ese modelo no sería posible alimentar a una humanidad cada vez más numerosa…
— Eso es mentira. Mentira. Mentira.
“La economía local, el kilómetro cero, es sostenible para el medioambiente, porque se evitan emisiones innecesarias. Es sostenible para los ciudadanos, que obtienen comida fresca, de temporada y de calidad. Y es sostenible para los agricultores y productores, que eluden a los intermediarios. El problema es que hoy día los campesinos cobran muy poco, los ciudadanos pagan bastante, y quienes se quedan con la mayor parte del pastel son los intermediarios comerciales”, argumenta.
¿Hasta cuándo sostendremos esta idiotez que pone de rodillas a los agricultores, que nos hace comer m... solo porque cuesta poco?
— Pero, ¿se podrá realmente dar de comer con ese modelo a los 10.000 millones de personas que seremos en 2050?
— Hoy, según datos de la FAO, producimos comida para 12.000 millones de personas, y somos unos 7.300. ¿Hace falta producir más? ¿Para qué? ¿Para desperdiciar más todavía?
El problema de fondo, según Petrini, es que se antepone el beneficio de unos pocos a las necesidades de todos. “Y no se lo oigo decir a ningún gobernante: ¡la política duerme!”, se enciende quien tuvo la oportunidad de reclamar acción a los ministros de Agricultura del G-7, con un discurso en la reunión de los políticos en octubre. El único, defiende, que llama a las cosas por su nombre es el papa Francisco, con quien mantiene cierta confianza.
“El sistema alimentario se concentra en pocas, poquísimas manos, que mandan e imponen su propia lógica”, censura. “Llegan a Italia toneladas de tomates desde China. Se transforman aquí y se llevan enlatados África. Pero se hace de tal forma que se pueden vender por debajo de su coste, y serán más baratos que los tomates que llevan al mercado los pequeños agricultores africanos. Y estos no podrán subsistir con su producción. Eso, junto a las sequías del cambio climático, les obligará a venir a Europa. A Italia, por ejemplo, donde acabarán tratados como esclavos en la recogida de tomates. Esta es la triste realidad”.
Pero pese a tanta reflexión negativa, Petrini cree posible cambiar las cosas. La trayectoria del movimiento Slow Food, apunta, ha difundido el mensaje de la dignidad de la pequeña producción. Aunque aún hay 815 millones de personas que pasa hambre —la inmensa mayoría campesinos— y cada vez más problemas nutricionales. Por eso, porque cree, sigue peleando. Y se revuelve cuando le preguntan si le molesta que le llamen loco. “Siempre se ha llamado así a quienes tienen visiones que se dan por irrealizables. Pero yo creo que sí podemos cambiar las cosas. Francisco de Asís decía: ‘empieza por hacer lo necesario. Después haz lo posible, y de pronto estarás logrando lo imposible’. A él también le llamaban loco.
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