José Ángel Boix sigue la tradición de la cuarta
generación de alfareros de su familia y reivindica
el lugar y la estética de ese objeto en la era del
plástico. Desde Agost, en Alicante, elabora piezas
que se venden también para decorar
generación de alfareros de su familia y reivindica
el lugar y la estética de ese objeto en la era del
plástico. Desde Agost, en Alicante, elabora piezas
que se venden también para decorar
Dedicarse a hacer botijos en la era del plástico, cuando casi todas las casas cuentan con frigorífico, tiene algo de extravagante. José Ángel Boix lo sabe, pero no ha querido separarse del oficio que aprendió de su padre, y este de su abuelo, y aquel de su bisabuelo. Cuatro generaciones después, Boix, de 35 años, va al taller con sus zapatillas Converse y su corte de pelo hipster, se coloca un delantal azul, se sienta en el torno y comienza a deslizar las manos sobre el barro de forma hipnótica, concentrándose en ejercer la presión necesaria en cada momento. De ellas salen blanquísimas piezas barrigonas, otras circulares, unas más anchas y otras más estrechas. También versiones con forma de cafetera italiana, de bolso y de pingüino, todas ellas al servicio del acto simple y reconfortante de beber agua fresca cuando hace calor.
“Estamos acostumbrados a tocar pantallas, ahora todo es digital, por eso me gusta la sensación de crear algo a partir de un trozo de arcilla, del trabajo manual”, cuenta Boix en la vieja estancia en la que trabaja, llena de estanterías vacías y piezas desechadas. Ha conservado para su empresa el nombre de sus antepasados, Severino Boix. El taller-fábrica, situado a las afueras del pequeño pueblo alicantino de Agost, con una fuerte tradición alfarera, está compuesto de varias casas bajas. A la izquierda se ven montones de tierra tapados por plásticos. Al otro lado, una pequeña exposición en la que, aparte de los botijos de un exuberante color blanco —llevan una pequeña proporción de sal—, hay unos pocos de colores flúor —rosa, verde, amarillo…— hechos con pintura ecológica, pero de estos no se puede beber. “Yo me ocupo de todo el proceso. Desde conseguir la tierra hasta hacer el barro y filtrarlo, trabajarlo, cocerlo y venderlo”, dice.
La única parte en la que se separa de la forma tradicional de crearlos es la del horno. Ha adquirido uno de gas, que se parece a una especie de frigorífico naranja gigante. Ahí coloca los botijos, unos 500 en total, lo cierra, pulsa un botón y en 60 horas están todos cocidos. Nada que ver con el método antiguo, el que usaban sus predecesores. Era un horno de inspiración árabe, con un enorme foso donde varios hombres colocaban la leña. Las piezas quedaban varios metros hacia arriba, en una cúpula de ladrillo con una ventilación en la cúspide. El fuego ascendía varios metros, con temperaturas de hasta 1.000 grados, y era necesario alimentarlo durante 100 horas, sin descanso, por varias personas.
De este taller salen unos 5.000 botijos al año, que cuestan de 3 a 30 euros. Él mismo se encarga de promocionarlos en su página web y por las redes sociales, pero sobre todo funcionan en las ferias de artesanía a las que acude, donde se encuentra “con muchos jóvenes que los compran como alternativa a las botellas de plástico. Están volviendo a usarlos. Además, cada uno dura de media ocho o nueve años”, explica. También se los piden en un museo, para que los alumnos de los talleres los coloreen inspirándose en Picasso, y el resto se reparte entre ferreterías y almacenes de toda la vida y tiendas vintage, donde se adquieren como objetos decorativos porque, dice, “a mucha gente les recuerda a sus abuelos”.
Boix imparte talleres a niños para que se familiaricen con el barro y trata de transmitir a su hija lo que sabe. “Sé que este es un oficio en extinción. En Agost llegó a haber 25 talleres dedicados a los botijos tradicionales y hoy solo quedamos 3”, cuenta en el almacén, un lugar seco, frío, enorme y oscuro donde hay cientos de piezas apiladas con cuidado en compartimentos. Aparte de toda clase de modelos blancos, allí se pueden ver también algunos pensados para que beban los animales de compañía —unos miniabrevaderos con la panza del botijo abierta— y huchas con forma de cerdo.
Ha vendido piezas en Perú y en Canadá, pero no queda ni rastro de los antiguos clientes del norte de África, Francia e Italia que conservaba su abuelo. Aun así, cree que hoy día hay sitio para el botijo. “A los turistas les llama mucho la atención. No lo conocen. A veces me los quieren comprar para mantener el vino fresco, pero se lo desaconsejo; está pensado para el agua”. Boix explica con entusiasmo las virtudes del objeto: “Consigue que el agua esté seis o siete grados más fría que la temperatura ambiente”. Pese a la famosa sencillez de su uso, da algunas instrucciones para emplearlo: “Antes de estrenarlo, hay que llenarlo de agua durante 24 horas. Luego se tira y ya se puede beber. La clave está en la porosidad del material. El botijo tiene que sudar; si no, no hace agua fresca. Por eso hay que ponerle un plato debajo siempre”.
También da un truco para elegir el modelo correcto: “Si pesa mucho, está mal hecho. Pero lo más importante es el ruido: se coge de la base y se le da golpecitos con el dedo al asa, arriba. Si suena como una campana, es perfecto”.
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