A mi amigo S. le trasplantaron hace poco una córnea. Se trata de una intervención delicada, pero cuyo postoperatorio no exige grandes cuidados, de manera que a las pocas horas le dieron el alta hospitalaria y lo mandaron a su casa. Con la única indicación de que, si tenía molestias, se tomase una de esas pastillas comunes que a todos nos recetan para el dolor leve. Pero el dolor posterior a esa operación no es leve, sino terrible.
Durante dos días, S. tuvo que soportarlo prácticamente a pelo, sin poder ni siquiera dormir. La llamada de socorro al médico responsable fue respondida con el típico: “Hay que aguantar”. Y sólo la visita de un doctor del entorno familiar que le proporcionó unos analgésicos mucho más fuertes le permitió al fin a mi pobre amigo relajarse y dormir.
Por desgracia, esta es una historia demasiado común en España. Recuerdo a A., que atravesó el sufrimiento provocado por una hernia discal con la simple ayuda de un antiinflamatorio ligero, hasta que un acupuntor chino se hizo cargo de ella. A M., sometida a una dura operación en la mano sin sedación ni receta para analgésicos. O, aún más estremecedor, al pobre J., al que un maldito médico le convenció para que dejase de tomar morfina, cuando estaba a punto de morirse de un cáncer, porque “ese medicamento le estaba haciendo mucho daño”. Además de otros desoladores casos de moribundos que he vivido de cerca.
Imagino que cualquiera de ustedes conoce historias parecidas de dolor sin remedio y de indiferencia por parte de los médicos. “Hay que aguantar”, “¡Paciencia!” o incluso “No es para tanto” son cosas que se oyen demasiado a menudo en las consultas y en las habitaciones de los hospitales españoles, tanto públicos como privados. Por supuesto que existen los doctores compasivos, aquellos que realmente comprenden lo que es el dolor y se esfuerzan por remediarlo. Pero la sensación de abandono que tantas veces sienten los pacientes es una realidad que nadie puede negar. Algo que sorprende a ciudadanos y médicos de otros países, acostumbrados a erradicar el sufrimiento como parte primordial de cualquier tratamiento, sea curativo o paliativo.
Algo nos pasa con el dolor en este país. Vivimos, por suerte para nosotros, en un tiempo y en una parte del mundo en que existen numerosos analgésicos contundentes y terapias capaces de hacer desaparecer o al menos aliviar casi cualquier padecimiento físico. Pero una parte importante de la clase médica española no parece haberse dado cuenta. Es probable que esa insensibilidad hacia el sufrimiento tenga que ver con nuestra arraigada educación católica. Los católicos estrictos consideran que hay que sufrir todo el dolor que Dios nos envía y del que él nos recompensará en el otro mundo. Me parece una postura tan respetable como cualquier otra, siempre y cuando se la apliquen a sí mismos y no se empeñen en torturarnos a los demás en aras de su fe. Lo malo es que muchos médicos adoptan ese concepto moral sin consultar a sus pacientes, obligándolos a someterse a su criterio religioso. Y que otros muchos actúan sin compasión por contagio, por comodidad o por mera indiferencia. Quizá estaría bien que de vez en cuando escuchasen a su conciencia, ese órgano errático y olvidado, pero imprescindible en la vida humana.
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