Hubo un tiempo en el que los seres imposibles convivieron con el hombre, siendo enemigos acérrimos y en ocasiones protectores infatigables. En un viaje de Pakistán a Marruecos el autor rescata estas leyendas, reales como la vida misma…
Por Lorenzo Fernández.
Recuerdo aquellos momentos con emoción contenida. Las calles de Larkana, vacías de asfalto pobladas de escorias despertaban los sentidos. Pepe Añón, el cámara que días atrás reclutara como parte de un privilegiado equipo de rodaje, Fernando Jiménez del Oso, caminaba deprisa. La
mente silenciosa dejaba escapar un pensamiento compartido. ¡Joder con el Sol! Una gruesa gota de sudor, miscelánea imperfecta de polvo y agua, se deslizaba por el rostro del bueno de Pepe.
Imbuido en mis mundos internos, aún no podía olvidar la escena que minutos antes había observado; en mitad de un enorme charco, una vaca “elefantina” defecaba con fruición. Junto a ésta, dos niños descalzos jugaban con una lata. No en vano, era el único modo de que permaneciera fresca frente al inmisericorde calor. ¡Foto, foto! Con una sonrisa de oreja a oreja, los chicos parecían haber olvidado las profundas heridas que la afilada pieza de metal les causara instantes antes en sus delicados pies. Así es este país, repleto de contrastes, sorprendente para el profano y caótico para sus habitantes.
La cámara betacam de mi compañero era un cebo demasiado atractivo como para pasar desapercibido. Al integrarnos entre las angostas y polvorientas callejas del corazón de la ciudad, las caras anteriormente serias de los nativos sufrieron una solemne mutación. Una común expresión avinagrada, sarcástica y quizá cargada de algo de maldad, analizaba con detenimiento todos y cada uno de nuestros movimientos. La inseguridad, esa maldita compañera que en los momentos más inoportunos se manifiesta destapando la caja de los truenos, hacía acto de presencia. “Perdone, ¿me acompaña?” La voz del inesperado muchacho sonó gruesa y desagradable. En un inglés deficiente y cargado de arabescos, el misterioso personaje insistía una y otra vez en que le siguiera sin dudar. Y eso era lo único que claramente ordenaba mi mente: optar por no acompañar a aquel individuo de pelo endrino y chilaba blanca.
¡Acompáñeme! Con el paso de los segundos la invitación amigable y retórica de aquel pesado se hacía más insistente, hasta el punto de rozar la impertinencia. Fue como un
destello. Algo me indicó, sin motivo aparente, que el camino que había escogido no era el correcto. Los dos
gigantes que acudieron a la llamada de mi ofuscado contrincante vinieron a confirmar los temores acumulados. “¿Le apetece un refresco?” Cómo decir que no. En cualquier otro punto de globo el refresco de estos pagos era lo más parecido a una sopa. Pero al menos no llevaba fideos…
Minutos más tarde, ya en el interior de un chamizo que hacía las veces de improvisada taberna, el desconocido levantó una madera que hasta esos instantes había permanecido oculta bajo la basura y el polvo del solado. “¡Por Dios, que peste!”. Un olor nauseabundo escapó de aquel agujero de final incierto. Al fondo, una luz mortecina iluminaba la pequeña estancia, y allí, con los pies descalzos y tomando un té de hierbas, dos nuevos jóvenes esperaban el regreso de mis “amigos”. Fue una conversación prolongada, plagada de confusiones y repleta de sorpresas, unas agradables y otras no tanto. Los cinco veinteañeros eran estudiantes universitarios, ingenieros agrónomos para ser más exactos, y en la clandestinidad de aquel zulo orquestaban las acciones que habían de llevar a cabo para concienciar al Gobierno que les ignoraba descaradamente. Paro, delincuencia, futuro desesperanzador… Para evitar que la situación continuara por estos derroteros, estaban dispuestos a enfrentarse a los poderes fácticos con las armas de la palabra, y con otras no tan pacíficas…
Media hora más tarde, la conversación, relativamente fluida, había relajado el ambiente. La curiosidad por saber de aquel extranjero superaba con creces a sus aspiraciones políticas. Así, con el calor apretando con fuerza en el cuartel general de aquellos revolucionados anónimos, decidí entrar en su juego, o más bien poner en marcha el mío…
No era la primera vez que alguien me narraba un suceso de tales características. Aunque he de reconocer que en este caso, el vello se erizó rebelde ante la situación que se estaba produciendo: “Desde niños nuestros padres nos han hablado de la existencia de los ‘mensajeros” -narraba el que aparentemente era el líder-, unos seres que Dios ha enviado a la Tierra para controlar nuestros actos, y castigarnos cuando sea necesario”. -¿Y cómo son?-, pregunté contrariado. “Son muchos en Larkana los que los han visto, pero nadie se atreve a describirlos. Son altos, delgados, y dependiendo de cuál sea su misión, pueden ser bellos o terriblemente feos, como monstruos. Cuando éramos pequeños al llegar a casa no podíamos salir de noche porque nuestros padres decían que en ocasiones los niños desaparecían. Y era verdad, pero jamás pensamos que se tratara de ‘ellos’. Sin embargo, nuestros mayores si lo pensaban’. La charla me estaba poniendo nervioso, y no era el calor. La naturalidad con la que repentinamente se expresaban me desconcertaba. Si el contexto en el que se producían tales apariciones hubiera sido otro, posiblemente se habrían identificado con los célebres humanoides. Pero no, por estos pagos, la conclusión más evidente es que se trataba de criaturas de Dios, de uno u otro signo, pero en definitiva, de Alá.
Llegados a este punto la pregunta era evidente: “¿En alguna ocasión se ha hecho ‘de día’, o habéis visto a las estrellas moverse?” La cara de los árabes se llenó de incredulidad. Cierto es que en esos instantes una sensación de estupidez caló en lo más profundo de mi ser. Obviamente no sabían nada. Sin embargo, las sorpresas aún estaban por llegar.
Abandoné aquella lúgubre estancia con una extraña sensación. Los jóvenes universitarios me miraban con expresión amable. Destilaban nobleza, necesidad por contar el problema que desde hace décadas acosa a la juventud de este “otro mundo’. El compartir sus penas les había servido de desahogo. Siempre ocurre lo mismo; un pensamiento de lástima penetra insolentemente y sin previo aviso, recordándonos que somos unos privilegiados. En definitiva, al partir hacia otro nuevo destino, desconociendo lo que nos aguardaba, era imposible evitar recordar que en nuestro civilizado continente la vida es diferente, y estos chicos, ansiando un futuro mejor, se enfrentaban a la cruda realidad sabedores de que ésta jamás iba a cambiar…
La furgoneta se puso en marcha. El simpático guía, un tibetano nacido en el mítico Valle de Hunza, a casi 4.000 m. de altitud en pleno corazón de la cordillera del Karakorum, y calado entre las rudas personalidades de la raza Sikhs, hablaba por los cuatro costados. Aún no entendía por qué no me habían contestado a la pregunta final, por qué quedaron contrariados y casi al borde de una sonora carcajada. No cediendo a mi supuesta estupidez, opté por intercambiar opiniones con aquel hombre de amplia sonrisa. Y he aquí la sorpresa, pues sabía perfectamente de qué le estaba hablando. “Pakistán es un país variado, cultural, étnica y religiosamente. El contacto que las razas del norte, los pathans y los Sikhs tienen con la Naturaleza, nada tiene que ver con las creencias y la forma de vida de las provincias del centro o del sur.
La
religión es común, pero cada uno tiene una manera diferente de viviría, y de interpretarla. Por ello, algunas veces se producen sucesos que se asumen como procedentes de Dios, y otras veces la madre Naturaleza manifiesta su presencia, para bien, o para mal”. Siempre sucedía lo mismo.
Preguntar algo concreto a un árabe era dar mil vueltas al asunto. Bien es cierto que la charla era amena, pero cuando el interés se centra en un punto muy diferente, los minutos adquieren un valor supremo. “En alta montaña el tiempo cambia en cuestión de segundos. Por eso, los pilotos que suben hasta Gilgit son los más audaces y experimentados de todo el sur de
Asia. Pertenecen o han pertenecido al ejército, y su valor y presteza está fuera de toda duda. Sin embargo, yo, por mi trabajo tengo buenos amigos entre ellos, y narran vivencias de extrañas apariciones en los cielos, da igual que sea día o noche.
Son círculos de fuego que parecen salir de las entrañas de la cordillera, a miles de metros de altitud. la mayoría de los pueblos reflejan en sus tradiciones y leyendas la aparición de éstas, y generalmente marcan el camino hacia un mal presagio”. Evidentemente, dependiendo del contexto socio-cultural en el que se producen este tipo de fenómenos, la interpretación puede ir desde los espíritus de las montañas, pasando por los ovnis para terminar con las apariciones de la Virgen. Sea lo que sea, lo cierto es que aparece, y ese es su gran misterio.
Genios y “geniecillos” junto al Sahara
En otras ocasiones en esta publicación se ha hecho referencia a los Yenúm, plural de Yin. Las suras IV y XVIII del Corán reflejan claramente la existencia de dichos seres, así como los constantes asedios a los que han sometido a los hombres a lo largo de su existencia. Invisibles a los ojos del ser humano -cuando así lo desean, como veremos más adelante- cuentan los textos sagrados que fueron creados por Dios en las entrañas de un fuego tan puro que no desprendía humo. Paralelamente a su aparición, la divinidad formó del barro al hombre, para envidia y recelo de éstos.
De apariencia horrenda, con pies de cabra o burro, son portadores de una maldad diabólica, infinita. Los hay de todo tipo: cristianos, judíos, musulmanes, hebreos, pueden adoptar forma animal, habitan en los lugares más deleznables y su vida es principalmente nocturna, a excepción de los viernes, día en el que pueden permanecer hasta el amanecer.
Como leyenda, o mera creencia popular, no deja de ser curioso. Pero la realidad supera, como suele suceder, a la mayor de la ficciones…
En esta ocasión, la furgoneta recorría gran velocidad la carretera que como una cremallera de asfalto atravesaba los desfiladeros del Atlas marroquí. Nos encontrábamos en las estribaciones del desierto del Sahara, a pocos kilómetros de Ouanazate, el oasis berebere. “Esta es tierra de Yenúm”, me confirmó Ahmed Hussein.
Es probable que no exista lugar tan desolado en todo el planeta, lo que explicaría la presencia de los extraños inquilinos, pues si su naturaleza es demoníaca, recorrer estos pagos era lo más parecido a caminar por el Infierno. Llegamos a nuestro destino, una vieja población que en tiempos mejores hubo de soportar los envites de los enemigos del sur. ¿Pero cómo combatir a aquellos a los que no se puede ver? Los ancianos del lugar eran verdaderas enciclopedias vivientes. No mentían, no era necesario. Apoyamos nuestras cansadas piernas sobre la ardiente arena para escuchar con tranquilidad… ‘Hace años los niños no salían a la calle, porque ‘ellos’ se los llevaban. Y eso es cierto que ocurría -comentaba una anciana octogenaria de rasgos curtidos por el Sol-. A mí me llevaron un hijo, y jamás lo volví a ver. Aquellos años fueron duros. Desaparecieron muchos, incluso jóvenes. Los pocos que se encontraron estaba muertos, los habían matado sin piedad ninguna. Recuerdo que fueron vistos caminando por los alrededores de las casas en las que iban a entrar. Hubo muchos que los vieron, pero no sirvió para nada”. Ahmed sonreía ante nuestro estupor.
Los testimonios que fuimos recabando coincidían en todos sus puntos. La única diferencia existente: la persona que los narraba. Y continuaban las sorpresas, esta vez en boca de mi acompañante.”Incluso, cuentan que en Agadir, los pescadores en alguna ocasión han regresado atemorizados a la costa porque decían que del agua estaban saliendo esferas luminosas. Casos similares a éste los ha habido en fechas anteriores.
En el libro de Topper, Cuentos populares de los beréberes, de Miraguano Ediciones, unos pescadores narran una insólita experiencia ocurrida cuando salían a faenar. “Un día de otoño pasado que salimos, como de costumbre, a pescar, pusimos rumbo a cabo Amikechd con ánimo de proveernos de congrios. Por ser noche sin luna, ideal para la captura de este resbaladizo pez, reinaba sobre el mar la oscuridad más absoluta.
Una vez hubimos echado al agua los anzuelos, nos dispusimos pacientemente a esperara nuestras presas. De repente vimos aparecer sobre la línea de occidente como una bola de fuego, que fue elevándose progresivamente y aumentando, al mismo tiempo, de tamaño. ( … ) La enorme bola siguió ascendiendo y creciendo de tamaño, hasta doblar en diámetro la circunferencia del Sol. Esparcía su luz sobre la superficie del mar, alcanzando a iluminar, del lado de la tierra, hasta los contornos de las lejanas sierras. (… ) Los marineros, con el vello erizado por el espanto, comenzaron a rezara grandes voces, creyendo cercana la muerte”.
Los sucesos que tienen como protagonistas a Yenúm, esferas volantes y luminosas, o criaturas de apariencia animalesca son incontables y variados. Con esta pequeña muestra, que se repite en todos y cada uno de los países de cultura musulmana, se ha intentado mostrar una breve pincelada de los grandes misterios que cada día pasean junto a ellos.
No quisiera olvidar hacer una última referencia a los universitarios pakistaníes, a la sonrisa -creí yo entender- sarcástica que mostraron ante la aparentemente estupidez que había narrado “el occidental”. Antes de despedirme de ellos, un chaval joven se acercó y comenzó a tirar del cable protector de la cámara fotográfica. El carrete había terminado de correr, y el resto de las películas estaban en el hotel. Empero, simulando la escena, fotografié al muchacho. Agradecido se acercó de nuevo y, entre susurros y con cierto temor a ser descubierto, me dijo: “A ese -señalaba disimuladamente al más alto de los cinco contertulios”- a su padre ya muerto se lo llevó una bola de fuego..”.