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Esas tres mujeres de Haworth - Angeles Caso





Escribo este artículo en una pensión de Haworth, mientras la tarde cae con una magnífica luz plateada sobre el puñado de árboles aún desnudos que se alzan al borde de los páramos, más allá de mi ventana. Haworth es un pueblo pequeño del norte de Inglaterra, en la comarca de Yorkshire. Algunos historiadores sostienen que este fue uno de los lugares donde comenzó la revolución industrial, cuando a principios del siglo XVIII ciertos tejedores instalaron fábricas dotadas de sistemas hidráulicos que acrecentaron enormemente la producción de tejidos.

Pero lo que me ha traído hasta aquí no son los orígenes de la clase proletaria, sino el recuerdo de tres mujeres únicas que vivieron en este pueblo en la primera mitad del XIX: CharlotteEmily y Anne Brontë, autoras de novelas y poemas excepcionales, que asombran aún más cuando se conoce un poco a sus autoras. Las hermanas Brontë eran hijas del párroco protestante de este lugar. Tuvieron una infancia extraña. Perdieron muy pronto a su madre y a las dos hermanas mayores. Vivían austeramente del sueldo del padre, pero se educaron de manera excepcional: desde muy pequeñas, leyeron absolutamente todo lo que caía en sus manos, incluyendo los periódicos y los grandes clásicos; al mismo tiempo, corrieron infatigables como niñas semisalvajes por los páramos, aprendiendo a reconocer cada árbol y cada piedra. 

Luego, en casa, todavía muy chiquitinas, se sentaban junto al fuego con su hermano Branwell a escribir largas historias que se prolongaron a lo largo de los años y que con el tiempo darían paso a esas novelas que tantos lectores conservamos imborrables en la memoria, Jane Eyre, de Charlotte; Cumbres borrascosas, de Emily, o La inquilina de Wildfell Hall, de Anne.

Sorprende pensar que esas tres mujeres criadas en plena época victoriana y casi aisladas por completo del mundo –salvo por algunos meses pasados en diversos internados, como alumnas o como profesoras– pudieran escribir esas obras llenas de pasión y de rebeldía. Vivieron aquí la mayor parte de sus cortas existencias, en este pueblo que tal vez no fuera demasiado simpático ni alegre en aquel entonces, lejos de cualquier ambiente intelectual, dedicando mucho tiempo a las inevitables tareas domésticas y al cuidado de su padre y de su hermano alcohólico y opiómano, y aun así fueron capaces de escribir algunas de las mejores obras de la literatura inglesa. Poca gente puede vanagloriarse de poseer el talento que ellas tuvieron, compartido además entre las tres. Para colmo, escribieron en silencio, escondiendo su vocación incluso a los amigos más íntimos y publicando con seudónimos, como si en sus vidas no existiera el menor rastro de vanidad.

Miles de personas vienen cada año a Haworth, haciendo este peregrinaje brontiano que yo misma hago estos días. Gentes de cualquier lugar del planeta que viajan a visitar la casa en la que vivieron, llena de recuerdos personales de las tres, y que probablemente lanzan un suspiro en el interior de la iglesia en la que predicaba su padre y en la que ellas fueron enterradas demasiado pronto: Anne –que en realidad descansa en Scarborough, donde murió–, a los veintiocho años; Emily, a los veintinueve, y Charlotte, a los treinta y nueve. Demasiado jóvenes para morir, pero quizá demasiado extraordinarias para seguir viviendo.