En la última foto que tenemos juntas está preciosa. Fue hace apenas un mes. Como tantas veces, las viejas amigas inseparables nos reunimos en su casa para comer. Y allí estamos, Elena Sánchez, María Escario, Olga Viza y yo, rodeándola. Todas bien apiñadas, como si al tocarnos las unas a las otras estuviéramos conjurando la mala suerte, y Concha en el centro, tan sonriente, iluminando el espacio con esa sonrisa suya única, que últimamente abarcaba más que nunca todos los motivos de celebración de la vida.
Cuando nos conocimos hace casi treinta años, en la redacción de los telediarios de TVE,Concha García Campoy era una chica guapa. Muy guapa. Pero con el tiempo llegó a ser mucho más que eso: ahora, en torno a los cincuenta, era una de las mujeres más bellas que he visto en mi vida. Toda la hermosura que tenía por dentro se había ido abriendo paso hacia el exterior a través de su cuerpo, y emanaba de su piel como una extraordinaria fuente de energía. Allí estaba a su alrededor, ese asombroso halo de generosidad, de fortaleza y de inteligencia, que la colocaba en un lugar distinto del que ocupa la mayor parte de la gente.
Ese último día –Dios mío, ¿cómo hubiéramos podido pensar que era el último día?– estaba feliz. Una comida entre buenas amigas es siempre un momento maravilloso de la vida. Más aún cuando has descubierto en carne propia la terrible fragilidad de la condición humana. Todas disfrutábamos como niñas de esos encuentros que su enfermedad nos había obligado a distanciar. Y ella más que ninguna. La habíamos convertido por supuesto en nuestra reina, nuestra heroína, el miembro del grupo unánimemente admirado por la valentía y el humor con el que se había tomado su enfermedad. Y ella ejercía su cargo con la misma magnanimidad con que lo hizo siempre todo, ocultándonos las malas noticias para no preocuparnos en exceso, y hablando siempre de los buenos momentos que había sabido inventar para sí misma, incluso en medio de las quimios eternas, el aislamiento hospitalario y el malestar inhumano de meses y meses: las películas que veía, los muchos libros leídos, las clases de inglés…
Como todas las personas inteligentes, era capaz de reírse de muchas de las cosas que le estaban sucediendo, de poner motes burlones a sus células, de carcajearse hasta llorar cuando se veía en alguna foto con la cara hinchada por la cortisona. Desde su ausencia, siempre la veo así, riéndose, feliz, haciendo planes para seguir riéndose más. Y abriendo sus magníficos brazos de matrona para amparar a todos los que necesitaban amparo.
Sí, en este año y medio de enfermedad, nos demostró a conciencia que era lo que siempre habíamos pensado: un ser humano grande, muy muy grande. Pura vida. De la mejor estirpe. La de los bondadosos y disfrutones. No le tocaba morirse. No se lo merecía. La hija de puta de la muerte se empeña demasiado a menudo en encarnizarse con los que más se le enfrentan. Ahora, su familia y sus amigos estamos deshechos. Pero sabemos también que el nuestro es un desconsuelo afortunado: lloramos porque tuvimos la suerte, la inmensa suerte, de quererla y ser queridos por ella. Bendita seas, Concha, allá donde estés, rodeada –estoy segura– de champán del bueno y unos cuantos angelotes mofletudos haciéndote saltar las lágrimas de risa.