Darío Rivas es el menor y único vivo de nueve hermanos nacidos en Lugo, en las primeras décadas del siglo pasado. Su madre murió cuando él tenía 5 años. Y el papá Severino, labrador y militante republicano, se las tuvo que arreglar solo en medio de la miseria, las primeras apariciones de la represión franquista y la guerra contra los moros en Melilla y Ceuta, que arrancaba hijos a las familias humildes para que hicieran de escudos en el frente.
Uno de ellos, Dorositeo, fue a combatir, y milagrosamente volvió. La aldea fue una fiesta, con cerdo y vino tinto. Pero el jefe de familia se juró que nunca más le sacarían a los chicos, ni morirían en medio del campo por enfermedades de la pobreza. Hizo viajar a una hija a Argentina, y cuando Darío cumplió 9, en 1930, lo cargó en un barco, le dio plata a un marinero para que lo cuidara, y se lo mandó a la hermana mayor a Buenos Aires.
Con la República, y empujado por sus amigos para que aceptara, en 1936, plena Guerra Civil, Severino se convirtió en alcalde de Castro de Rei con el voto de los 14 concejales del lugar. Un funcionario raro y peligroso, pensó la falange. Pedía semillas en la ciudad y se las daba a la gente para sembrar centeno en el monte. Llamó a varios maestros, improvisó una escuela en su casa y la convirtió en centro de enseñanza para los pibes. Les prohibió a los curas dar misa fuera de la iglesia, y dejó sin efecto un diezmo obligatorio que la curia cobraba anualmente.
Duró en el cargo cuatro meses, hasta que los franquistas no aguantaron más. Sabían sus movimientos de memoria: a la mañana bien temprano atendía reclamos, organizaba reuniones en el pueblo para mejorar las calles y daba una mano a los profesores en las clases.
Hasta el mediodía, cuando viajaba unos pocos kilómetros a Lugo, y comía con amigos en el café España, antes de sus partidas de dominó. Una tarde de agosto del ’36, las tropas de asalto de la ciudad lo detuvieron junto con un amigo.
Fueron a parar a la cárcel, pero la presión de los pobladores obligó a los franquistas a dejarlos en libertad una semana después. El 29 de octubre, tres guardias volvieron a secuestrarlos en la calle, los llevaron al caserío de Cortapesas, en Puerto Marín, y los fusilaron al borde de una cuneta, en el medio de la nada.
Severino tenía puesto un gabán que le había regalado su hija.
Si no fuera por ese abrigo, a lo mejor Darío nunca hubiera encontrado muchos años después el cuerpo de su padre asesinado.
–¿Cuándo arrancó la búsqueda?
–Volví a España recién en 1952, y me ocurrió algo que nunca pude borrar de la cabeza. Ni bien llego al pueblo, se me acerca un viejísimo amigo de la infancia, emocionado, llorando: “Oye, Darío, ¿me recuerdas?, ¡yo estudiaba en tu casa, con tu padre!”. “¡Hijo de puta –le contesté–, tu estudiabas en mi casa y a mí me mandaron a 12.000 kilómetros!”. Nos reímos un día seguido. Encontrar el cuerpo fue un verdadero milagro. Mis hermanos mayores, los que se quedaron allá, sabían qué había pasado, pero jamás me lo dijeron. Fueron muriendo y se llevaron el secreto. Pero aquel viaje del ’52 se dio por casualidad. Mi mujer pidió que la acompañara para visitar a sus tías de crianza, y me encontré con vecinos que habían querido mucho a mi padre, e insistían con hacerle homenajes y pusiéramos su nombre en una calle del ayuntamiento. Años después pisé otra vez el pueblo, y un día antes de tomar el avión para Argentina se me ocurrió ir a Puerto Marín. Estábamos con mi sobrina, en un negocio de regalos. Se me acerca la vendedora, una mujer grande, curiosa por el acento: “Perdón, ¿usted de dónde es? ¿Turista?”. Sí y no, dije. Le conté que venía de Buenos Aires, que había nacido en Galicia, y me había criado en Castro de Rei. Y llegó el milagro: “¿Sabe una cosa? Cuando yo era chica, los franquistas mataron a dos personas en Cortapesas, y todos decían que una de ellas era un señor muy importante de Castro de Rei. Se imagina, los niños fuimos a ver qué había pasado. El señor estaba tirado en el piso. Lo dejaron abandonado ahí, para aleccionar al pueblo. Tenía puesto un gabán gris muy lindo, claro que debía ser importante.” No pude hablar más. Mi hermana le había mandado a papá un gabán desde Argentina, exactamente igual al que mencionaba la mujer, y andaba todo el día con eso puesto. Fue el comienzo de años de investigación, que terminaron cuando exhumamos sus restos, en el 2005.
–¿Qué otros datos pudo averiguar?
–Las cosas se fueron dando solas, una atrás de otra. El carnicero que tiene a un familiar enterrado junto al cementerio del pueblo terminó de confirmarme que a mi padre lo habían puesto detrás de la iglesia, pero no en el campo santo, por orden de los sacerdotes que respondían a la dictadura. Después de dispararle, lo remataron con un tiro en la sien. Estuvo a la intemperie varias horas para que la gente lo viera, hasta que le ordenaron a un chico cavar la fosa. Yo seguí moviendo títeres. Pedí al cura de Cortapesas poner una placa en donde suponíamos que estaba, pero no nos dejó, dijo que todo eso era sagrado. “Bueno, entonces, una cruz de madera.” Tampoco, le tenía que pedir autorización al obispo. Nos peleamos con todo el mundo, y empezaron a ayudar mis sobrinos, los amigos, la familia, la gente que lo había tratado. Encontramos archivos de su detención en la cárcel de Lugo, y la orden de matarlo por comunista. Y tuvimos que golpear varias puertas para que autorizaran el movimiento de tierra. La exhumación fue un momento de mucho nervio, no lo encontrábamos, pero de repente, apareció.
–¿En qué momento se decidió a presentarse como querellante?
–La querella que hoy se tramita en la justicia argentina es la única en el mundo contra los crímenes del franquismo, porque el intento anterior impulsado por (Baltasar) Garzón fue vergonzosamente archivado. Pero hay que entender una cosa: a Garzón lo voltearon por querer investigar la represión, pero además, por meterse contra la corrupción, contra los que en España históricamente se robaron todo. El franquismo sigue estando en el gobierno, porque sigue estando su legado, el miedo que generó. Algo increíble tratándose de (Francisco) Franco, un verdadero cobarde, posiblemente el general más cobarde del ejército español. Mandaba al frente a pobres soldados, y les robaba sus condecoraciones. Pero con los muertos sí era valiente. Cortaba la cabeza de los moros y se las exhibía a Primo de Rivera en punta de lanza. Después, durante la Guerra Civil, no tuvo problemas en traer a 80 mil moros para matar al pueblo español. La sociedad española es extraña. En 1952, yo mismo vi cómo aplaudían a Franco en La Coruña las mujeres de luto, al poco tiempo de que sus maridos habían muerto en la guerra. Por eso, digo que allá sigue el franquismo. Rodrigo Ratto, ex ministro de Finanzas, fundió el banco nacional y nadie hizo nada. Se sigue festejando el Día de la Victoria de las tropas de la dictadura, y mientras el país está en crisis, el rey paga 39.000 euros por matar elefantes. El palacio cercano a Madrid costó 13 millones de euros. Dentro de todo ese marco, lo que me había pasado lo tenía como una gran deuda, por eso me presenté.
–¿Qué alcances tiene la investigación?
–Estoy reclamando por 115.000 personas desaparecidas y asesinadas, y 30.000 niños robados a los que les cambiaron su identidad. Es el juicio más grande vinculado a los Derechos Humanos que se conoce, y lo trascendente es que para llegar a la verdad no existan las fronteras. Estamos hablando de delitos de lesa humanidad, que no prescriben, y que no importa dónde fueron cometidos. Lo importante es su consecuencia terrible, porque el franquismo no tuvo límites. Los discursos del general Emilio Mola eran órdenes explícitas para asesinar en masa. En Zaragoza, por ejemplo, el cura tenía una libreta de almacenero, donde iba anotando los crímenes que ordenaba el Estado. Llegó a tildar 2500 fusilamientos en un mismo día. Y el robo de criaturas fue otra de las caras que tuvo ese terror, con la complicidad de la Iglesia.
–¿Cómo se cometían esos delitos?
–Eran las monjas las que arrancaban a los hijos de las manos a las mujeres paradas delante de un pelotón, para regalarlos a quienes ellos querían. Esos niños eran mercadería. Mirá si son degenerados los curas, que la moneda, el duro o la peseta, decía “Francisco Franco Bahamonde, caudillo de España por la gracia de Dios”. Uno de los que digitaba las penas de muerte de los republicanos era el obispo de Valladolid. Por eso me da vergüenza hablar de la sociedad española, y una vez lo mencioné en la Universidad de Salamanca: “Leí El Quijote y yo creía que había muchos quijotes, pero con el tiempo me di cuenta de que el territorio español estaba lleno de Sanchopanzas”. Se mueren por el coche nuevo, por la apariencia, y tapan todo con el olvido. Para peor, con tal de seguir con esa vida mediocre, hacen como que nunca pasó nada. Un franquista se mira con un comunista, y se engañan el uno al otro. No hay sentimiento. Hoy, la gente de España tiene pánico, el hijo de puta de Franco mató a miles, y pegó tanto, que la gente quedó acobardada para siempre. «
La doble moral de la justicia española
A finales de enero pasado, la Audiencia Provincial de Barcelona se mostró partidaria a reabrir una investigación sobre los ataques aéreos que la falange italiana realizó sobre esa ciudad española entre 1937 y 1939.
Conjuntamente, redactó un escrito que requiere “determinar los nombres del ejército italiano que ordenaron estos bombardeos, por qué motivo y quién los ejecutó”.
En el documento, los tres magistrados que integran el cuerpo califican a los delitos como de “lesa humanidad”, que “componen una de las páginas más negras de nuestra historia, no sólo por el número de víctimas, sino por el ensayo que supuso de mecanismos de aniquilación de población civil”.
Sin embargo, los tribunales dijeron algo totalmente diferente hace dos años, cuando el juez Baltasar Garzón intentó abrir una investigación sobre el mismo período histórico, y establecer la metodología impuesta por el franquismo para matar y desaparecer a casi 120 mil españoles dentro de su territorio.
Planificación de exterminio que el dictador Francisco Franco estableció no sólo apelando a su Guardia Civil, sino además a sus aliados extranjeros. Como la Falange italiana de Benito Mussolini.
El argumento de los magistrados para archivar el pedido de Garzón fue el paso del tiempo, la alta posibilidad de que los responsables hubieran fallecido, y la prescripción de los delitos a investigar.
Excusas que, una a una, fueron derribadas por un profundo análisis llevado a cabo el año pasado por la organización Amnistía Internacional, en un trabajo titulado “Casos cerrados, heridas abiertas. El desamparo de las víctimas de la Guerra Civil y el franquismo en España”.
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