Dicen que mantener oculto un secreto no es bueno, que hace daño. Sin embargo, a veces, es más común ser heridos cuando damos el paso a la hora de revelar esa confidencia. Porque hay corazones traicioneros que nos hacen sentir ingenuos cuando les ofrecemos la llaves de nuestra alma.
No podemos negarlo. Todos disponemos de esos océanos privados en cuyas profundidades se hallan uno varios arcones secretos protegidos con gruesas cadenas y unos cuantos candados. De vez en cuando, nos asomamos allí, con sumo cuidado para recordar un hecho. Un detalle. Una imagen. Un placer oculto o incluso un momento traumático del pasado.
A menudo el hecho de mantener un secreto provoca, inevitablemente, que iniciemos la conducta del engaño. Lo hace quien por ejemplo, mantiene una adicción, procediendo así a hacerse daño a sí mismo y a los demás. Lo comete también quien ya no ama, quien siente su corazón yermo hacia la persona con la que vive y aún así elige callar y seguir adelante por miedo, por indecisión, por costumbre o por una combinación de todas.
Son realidades que de uno u otro modo todos conocemos. Sin embargo, no todos los secretos tienen este componente donde uno debe proceder al engaño para salvaguardar su realidad personal no asumida. Lo cierto es que hay secretos, que lejos de causar algún conflicto con nuestra persona y con el entorno, son como preciados tesoros envueltos con el velo del silencio.
No sabemos muy bien por qué es así, pero hay hechos que si se pusieran en voz alta y al oído de la persona equivocada, perderían su brillo. Su esencia singular y trascendente para nuestro ser.
Secretos que se quedan para siempre en los diarios personales
Hay secretos dolorosos. Hechos personales que requieren, sin duda, de una adecuada “purga” interior, de un revulsivo con el cual, sanar y liberarnos. Un error con consecuencias, un engaño o un trauma no afrontado, nos aboca a veces a custodiar una serie de confidencias que envolvemos con férreas empalizadas durante meses, incluso años.
Cuando esto ocurre, no dudamos en usar afilados mecanismos de defensa; con ellos establecemos una distancia de seguridad entre el mundo exterior y esa zona delicada en la que sana a fuego lento nuestra herida secreta. Nos decimos a nosotros mismos que “todo va bien”, “que la vida sigue”. Sin embargo, esa llaga lejos de cauterizarse se infecta más aún. Es entonces cuando nuestro comportamiento oscila entre la ansiedad, la indefensión y la depresión.
Ahora bien, poner esos hechos en voz alta también supone al mismo tiempo enfrentarnos a otro foco de estrés. Porque nunca sabemos cómo van a reaccionar los demás… En esencia, romper ese falso equilibrio en el que nos sosteníamos.
Revelaciones de familia
Todos somos muy conscientes de que lo que duele, lo que pesa, debe soltarse. Que poner en voz alta esos hechos que uno elige esconder en la alfombra de nuestra mente puede liberarnos, sanarnos. Sin embargo, hay quien elige no hacerlo nunca. Como dato curioso te hablaremos de la doctora Evan Imber-Black. Es psiquiatra de familia y directora del “Centro para la Familia y la Salud” del Bronx de Nueva York.
En su libro “Secrets in Families and Family Therapy” relata cómo muchas personas han encontrado un gran beneficio llevando un diario a lo largo de sus vidas. Estas vivencias personales -impresas a veces con mala caligrafía y con letra temblorosa- escondían auténticos dramas o hechos impactantes que jamás se atrevieron a compartir con sus familias. La escritura se convirtió para ellas en un salvavidas cotidiano.
Ahora bien, tal y como nos explica la doctora Imber Black, los secretos de familia, lejos de evaporarse, se transmiten de generación en generación como herencias, como “trampas explosivas” esperando estallar. A pesar de que ese hecho no sea relevado, el clima emocional negativo y el tenso de recelo contamina toda la dinámica.
Llevar un diario ayuda, pero no basta. Es necesario, liberarlos, reconstruir, sanar.
Confidencias que guardo solo en el ático de mi alma
Hay secretos, a diferencia de los anteriores, que no dañan. Que son nuestros, como lo es nuestra piel, nuestro oxígeno o esas cicatrices que nos hicimos de niños y que de vez en cuando acariciamos para teletrasportarnos a un momento del pasado. Hay recuerdos que nos definen y que, sencillamente, elegimos no compartir con nadie.
A veces, estos tesoros privados están hechos de sensaciones y pensamientos surgidos en un momento dado. En ocasiones no son más que vivencias, esas que conforman el tejido emocional que nos define ahora. Recuerdos que no pueden ponerse en voz alta porque hay palabras que no alcanzan a describir la inmensidad de aquellas sensaciones que aún nos hacen temblar por dentro.
Algo que todos sabemos también es que en ocasiones, elegimos compartir esos delicados secretos con la persona amada. El hacerlo o no es algo que tenemos que meditar muy bien. No es bueno abandonarse durante mucho tiempo a la emocionalidad del momento, porque corremos el riesgo de que esos espacios privados queden profanados de pronto con la ironía, la decepción o incluso la traición.
Lo creamos o no siempre es bueno quedarnos con algo para nosotros secreto. Son islas privadas, jardines muy recónditos donde enraizarnos, donde volver de vez en cuando para hallar la calma, para abrazarnos en tranquilo deleite a nuestra esencia.
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