MÍTICA ESCENA DE 'LA TENTACIÓN VIVE ARRIBA'
La rubia platino tenía que colocarse encima de una rejilla de metro para que su falda volase con el impulso del aire y dejase ver su ropa interior. La prenda llegaría a venderse por casi 6 millones
La noche del 15 de septiembre de 1954, medio Manhattan se fue a pasar el rato a Lexington Avenue. Docenas de personas se agolpaban a las puertas del Trans-Lux Theatre por una buena razón. Allí estaban rodando, alrededor de la 1 de la madrugada, Billy Wilder, Tom Ewell y la que acaparaba todas las miradas: Marilyn Monroe. La rubia platino tenía que colocarse encima de una rejilla de metro para que su falda volase con el impulso del aire y dejase ver su ropa interior. Se rodaba la escena más mítica de 'La tentación vive arriba'.
El ruido del lugar era ensordecedor. A las bocinas de coche que impregnan de sonidos la Gran Manzana se sumaban los silbidos de docenas de varones en celo a años luz del #MeToo.
Si hubiesen pagado dinero a todos los ciudadanos que se habían desplazado hasta allí esa noche, la Fox, productora de la cinta, se habría quedado en la ruina. Tantos fueron los mirones que hasta Joe DiMaggio, el marido de la actriz, se acabó enfadando. Cuentan que aquella escena fue la gota que colmó el vaso, uno de los últimos detonantes del divorcio que se produciría meses después.
Empero, el que peor lo pasó fue Wilder, que tuvo que desechar el metraje rodado y volver a recrear la escena en el 'backlot' de la Fox y al otro lado del país, en la soleada California. Lo que ni él ni la propia Marilyn Monroe imaginaban es que ese momento y ese vestido vaporoso pasarían a formar parte del imaginario colectivo como uno de los grandes emblemas del siglo XX.
Todo empezó cuando alguien decidió incluirlo en una escena de esta adaptación de una obra teatral de George Axelrod; una película picante que desafió los convencionalismos de la censura impuesta por el Código Hays. Cuando Marilyn encarnó a la ingenua y tentadora vecina de un rodríguez neoyorquino en 'La tentación vive arriba' ya era la mujer más deseada de América. Y también tenía un hombre de confianza para el vestuario de sus películas: el diseñador William Travilla. Este confeccionó (o directamente compró, según los rumores más malévolos) un vestido tipo cóctel en color marfil de escote halter y falda plisada.
Travilla siempre guardó la prenda como uno de sus bienes más preciados. Era consciente de que DiMaggio odiaba el vestido con todas sus fuerzas y del mal rato que su obra más conocida le había hecho pasar al marido de la rubia. Desde que Marilyn murió en 1962 hasta su propia muerte en 1990, el diseñador lo mantuvo en su casa, guardado como un tesoro. A partir de esa década una subasta hizo que fuese a parar a la colección cinematográfica más extensa de todas: la de Debbie Reynolds. La protagonista de 'Cantando bajo la lluvia' luchó con uñas y dientes para que el legado del viejo Hollywood no se dispersase. Apenas había pagado 200 dólares por él, pero cuando en 2011 se vio obligada a subastar algunos de sus tesoros hollywoodienses, se calculó que podría recaudar unos dos millones. Finalmente, consiguió 5,6, el desorbitado precio que el comprador ofreció por hacerse con una pieza que ya era pasto de la leyenda.
El vestido era odiado y amado a partes iguales. Hubo quien se atragantó a base de verlo en los pósteres que colgaban de las paredes de los dormitorios de los adolescentes. Otros tenían muchas más razones para tenerle tirria. Que le pregunten a DiMaggio, que siempre habló de “ese tonto vestido blanco” o a la propia Marilyn, que sufrió en sus carnes la ira de un marido que llegó a golpearla tras rodar aquella secuencia nocturna. La fama, sin embargo, siempre ha acompañado a esta joya del vestuario cinematográfico y veraniego. La mayoría de dibujos y recreaciones con Marilyn de protagonista la incluyen vistiendo el famoso vestido, esa vaporosa prenda blanca que inmortalizó a la rubia más sexy y más triste de la historia del cine.