Mi transformación ha sido lenta, y ha estallado en convicción firme últimamente. Todos esos rostros artificiales que frecuentan los platós y los grandes acontecimientos han empezado a darme grima. Hace tan sólo unas semanas, contemplando a los actores y las actrices que aparecían en la entrega de los Oscar, comprendí que la cosa es realmente grave. Encontrar una cara –y un cuerpo– natural en mitad de la alfombra roja es ya un asombroso soplo de aire fresco. La mayoría de esos hombres y mujeres –con especial intensidad en ellas– están estirados, andamiados, inflados y remendados. Apenas hay pómulos sin no sé qué relleno impactante, labios que no estén ridículamente hinchados, frentes que no luzcan la plancha del bótox o párpados que no hayan sido cortados dejando una rara mirada de susto. Por no hablar de los cuerpos esculpidos. De vez en cuando, en medio de esa exhibición de artificiosidad, aparece alguna mujer que no intenta patéticamente disimular su edad, algún hombre tal cual le ha dejado la vida. Puede que no sean tan perfectos como los zombis que desfilan a su lado, pero a mí ahora me parecen mucho más hermosos.
Todas esas gentes robotizadas responden a las exigencias de una industria que, a su vez, responde a los gustos de un público que se atiene a una de las normas básicas de esta sociedad: envejecer es una desgracia. No es que sea nada nuevo: casi todas las épocas históricas identificaron con la juventud ciertas cualidades que se iban perdiendo a medida que transcurrían los años. Lo que nos diferencia de otros tiempos es que no sólo estamos llevando eso hasta la exageración sino que además hemos olvidado que las edades avanzadas también tienen sus cosas buenas, al menos mientras las condiciones físicas y mentales nos acompañen.
No defiendo la tiranía de los ancianos que se practicaba en el pasado. Por desgracia, envejecer no siempre significa ser más sabio ni más tolerante o bondadoso. Hay personas maduras tan idiotas como niños maleducados, y viejos horribles. Aunque probablemente también fueron jóvenes idiotas y horribles, y la vida pasó sobre ellos sin que apenas se dieran cuenta ni aprendiesen nada. Pero negarse a envejecer no deja de ser una estupidez sin ningún sentido. Lo queramos o no, el tiempo hará su trabajo en nuestras células, minuto a minuto, gastándolas y debilitándolas. Reconstruir la parte más superficial de nosotros mismos no deja, pues, de ser un autoengaño: la vejez nos atrapará de igual manera, y cuando caiga con todo su peso encima de esas personas que se niegan a aceptarla, me temo que será aún más patética y dolorosa. Yo me he reconciliado con mis preciosas arrugas y he hecho un pacto conmigo misma: mi cuerpo irá inevitablemente deteriorándose, pero lucharé para que mi mente se mantenga fresca y tersa. Ella, sí. (Y toco madera).