Avanzar en la vida significa crecer, desarrollar las potencialidades, diseñar proyectos personales, profesionales y sociales, y lograrlos. Sin embargo, más de una vez te das cuenta de que ese avance no se produce, que el pasado aún está presente o se da a un ritmo demasiado lento, a pesar de que empeñes gran esfuerzo en ello. ¿Qué sucede?
Lo usual es que se busquen las causas del estancamiento en las circunstancias externas que rodean el presente. Aparecen entonces explicaciones que se relacionan con deficiencias del entorno y se les adjudica a ellas la responsabilidad. Aunque no se debe subestimar la incidencia de esos factores, lo cierto es que en lo fundamental, el avance siempre depende de uno mismo.
“Deberíamos usar el pasado como trampolín y no como sofá.”
-Harold MacMillan-
Muchas veces simplemente no logramos avanzar porque hay algo en el pasado con la suficiente fuerza como para entorpecer nuestra evolución personal. Es un error pensar que el pasado simplemente se quedó atrás y ya no cuenta. De hecho, ocurre todo lo contrario: de todos los tiempos de la vida, el pasado es el más determinante.
El pasado siempre está sucediendo…
Es verdad: el pasado siempre está sucediendo. En el trabajo que realizamos hoy tan eficientemente en la oficina, también está el niño que aprendió a recibir estrellitas doradas por cada tarea terminada. En esa persona que hoy se enamora apasionadamente, también está ese pequeño que permanecía atento a los gestos de aprobación y desaprobación de su madre.
Somos esencialmente pasado, aunque tengamos que actuar en el presente y en función de lo que nos imaginamos que será el porvenir. De ahí que el pasado sea en realidad ese factor que catapulta o que obstaculiza nuestros avances por la vida.
La infancia es la etapa decisiva de nuestra existencia. Es el tiempo original de nuestro ser, la época en la que absorbemos y procesamos una postura frente a nosotros mismos y al mundo. Los otros tiempos de la vida son adaptaciones y reacomodaciones de ese pasado.
Una máxima dice que “el mayor regalo que un ser humano puede hacerle a otro es una infancia feliz”. Desafortunadamente, también ocurre lo contrario: los mayores daños en la existencia nacen de una infancia desdichada. Son
heridas que pueden tardar toda una vida en sanar, o no sanar nunca.
Todo lo anterior no quiere decir que una vez establecido el pasado ya no hay nada que hacer. En realidad, cada uno de nosotros puede tomar esas experiencias vividas y convertirlas en un factor enriquecedor o limitante. De pasados traumáticos han nacido maravillosas obras del arte y el pensamiento, así como de infancias afortunadas surgen personas que “ni suenan, ni truenan”, como dice el refrán.
El pasado otorga una materia prima que, en esencia, es inmutable. Pero esa materia prima, como su nombre lo indica, es solo un material de base. Lo que se construye con ella depende tanto de la sustancia misma, como del trabajo de quien la modele.
Aprender a depurar el pasado
Nadie escapa a las experiencias duras, difíciles o injustas. Pero lo duro, lo difícil o lo injusto de esas vivencias puede potencializarse o minimizarse, dependiendo de la forma como se procese. De todos modos, la peor de todas las alternativas es pretender hacer lo negativo a un lado, con el propósito de ignorar el dolor y hacer como si nada hubiese ocurrido.
Esa negación del pasado doloroso únicamente lleva a confusiones cada vez más difíciles de resolver. Si alguien ha vivido, por ejemplo, el
desamor o el rechazo de sus padres y busca ignorar todo el dolor que esto genera, probablemente se va convirtiendo en alguien aparentemente insensible, a quien le cuesta intimar con los demás, pero que rompe en llanto mirando un comercial.
Sentirá una gran inconformidad consigo mismo y, por lo tanto, con quienes le rodean. Probablemente sea desmedidamente exigente y al mismo tiempo hipersensible a la crítica. Tendrá dificultades para evaluar con objetividad el valor de sus acciones y por lo general se sentirá o mucho mejor, o mucho peor con los demás, nunca igual.
Este conjunto de actitudes y emociones configuran toda una vida, en la que la nota predominante será el conflicto y la insatisfacción. Sin embargo, todo ello no proviene en sí de ese desamor o rechazo del que fue objeto cuando era un niño vulnerable, sino de la negativa a revisar esas experiencias para otorgarles un sentido constructivo. De la negativa a experimentar todos los rezagos de dolor que deja una situación semejante.
Por eso tantas veces las cosas no nos resultan. No se trata de que necesitemos de un postgrado, o de una pareja mejor, de unos hijos más obedientes, o de una casa más bonita.
La respuesta alestancamiento seguramente está en el pasado, en esos cabos sueltos que no terminamos de atar, en esos dolores que no terminan de sanar.
Depurar el pasado es una tarea que todas las personas debemos realizar en algún punto de nuestras vidas. Especialmente en aquellos en los que notamos que nuestros esfuerzos no se ven compensados con resultados alentadores. No es que tengamos “algo malo” o algo deficiente. Es que tal vez no hemos descubierto que para avanzar necesitamos un pasado sano.
Imágenes cortesía de Anna Dittman