Noche de julio, clara, de calor pegajoso. No hay taxis, o al menos ella no encuentra uno, y no le queda más remedio que iniciar el camino a casa encaramada sobre los tacones, atravesando la zona de bares, en la que, a esa hora, los locales abren las puertas para echar a los últimos borrachos, que se diseminan por las aceras como supervivientes de un hormiguero recién pisoteado. Ella se fija en una chica que sentada sobre el capó de un coche resbala y va a aterrizar de culo sobre la acera, entre una mezcla de risa tonta de borracha o drogada y grito sorprendido. Y, más tarde, en el hombre que a su lado intenta incorporarla. Y atónita, cae en la cuenta. Es Alberto. Presa de tanta vergüenza propia como ajena, ella mira hacia otro lado, y confía en que él no la haya visto o no la haya reconocido.
Alberto era violinista en la orquesta nacional. A la salida de un concierto, en un bar, gin-tonic en mano, ella cayó en la cuenta de que el hombre de la barra era el mismo violinista que acababa de ver en el escenario, ahora sin frac. Se acercó a él para felicitarle, conversaron sobre música y aquella misma noche acabaron juntos. Un flechazo.
A partir de entonces, todo fue incertidumbre. Nunca supo ella en qué momento la errática trayectoria de Alberto derivó en colisión. Alberto era un indómito impenitente y había hecho suya una carrera delirante, de vértigo perpetuo, derrochando violentamente adrenalina, bordeando abismos, amando con estrépito, liberando instintos, sin frenos ni riendas ni destino, bordeando cada desfiladero. Iba y venía, aparecía y desaparecía y reaparecía como elGuadiana, y nunca se sabía cuándo llegaría el próximo plantón, el siguiente insulto, el ramo de rosas de la reconciliación, el mail poético e implorante, el silencio que podía durar meses. En las noches más sentidas prometía amor, el oro, el moro, las fuentes de la Alhambra y el maná de los dioses, y luego volvía a desaparecer. La tenía enganchada, bebiendo de sus labios y de sus mentiras, del círculo de lumbre de sus ojos, de su lengua salaz de Celestina, de su burbujeante espuma de historias y misterios. Pero el que mucho promete, nada da. Lo que se da se cumple, sin más.
Años atrás, nada sirvió de nada, él no se conmovía. No le conmovió la angustia, tan bien expresada en cientos de mensajes enviados a horas intempestivas desde el bar en que habían quedado y en el que él, una vez más, no se había presenciado. No le conmovió aquel sollozar callado y sin salida, ni la herida que él sabía bien que había abierto o infligido, la herida por la que ella respiraba y que era ya condición de vida. No le conmovió aquella desesperación de mariposa en vano, atrapada en la campana, el revolotear inútil que a nada llevaba excepto a chocarse una y otra vez contra el cristal.
Ella había avanzado ya unos metros, los bares quedaban atrás, y volvió la cabeza a riesgo de convertirse en una estatua de sal. Alberto estaba follándose a la niñata borracha sobre el capó del coche, con los pantalones bajados. Ahora sabe que toda aquella historia se llamó adicción, cocaína, narcisismo, huida hacia delante, y ella sigue avanzando, los tacones resonando en el asfalto, una más entre tantas como hay que cosen las heridas de la traición con hilo de silencio.