A pesar de lo que muchos piensan, la dificultad ejerce una suerte de fascinación sobre los seres humanos. En los obstáculos hay una prohibición implícita, que ejerce atracción en las personas. De una u otra manera, nunca dejamos de ser unos niños que quieren hacer su voluntad. Y siempre resulta satisfactorio, en alguna medida, imponerse a las circunstancias.
Sobrepasar una dificultad ofrece una satisfacción narcisista. Si no logramos vencerla, aparece una frustración, que no siempre implica una renuncia. A veces supone todo lo contrario: una obsesión. Tendemos a idealizar aquello que se nos niega, o se nos prohíbe. Lo vemos como fuente de una posible satisfacción desconocida, que queremos probar.
“Toda dificultad eludida se convertirá más tarde en un fantasma que perturbará nuestro reposo”-Frédéric Chopin-
La atracción por la dificultad puede jugar a favor o en contra nuestra. Si es razonable y moderada, resulta ser la fuente de grandes logros, a partir de la autoexigencia. Si, en cambio, se vuelve desmedida, nos mantiene en el capricho y la frustración. Querer solo lo imposible puede convertirse en una forma de vivir.
Un experimento de dificultad con los bebés
Hace algunos años se realizó un experimento sobre la dificultad con un grupo de bebés. Se tomó a esta población, pues los investigadores querían examinar la relación que tiene el ser humano con los obstáculos, incluso antes de que operen la cultura y la educación.
El experimento consistía en poner un conjunto de robots que emitían luces y sonidos. Todos ellos, excepto uno, estaban al alcance de los chicos. El que no lo estaba era exactamente igual a los demás, pero había un panel de acrílico transparente, que impedía acceder a él.
La reacción de los bebés fue sorprendente. Casi todos ellos se encaminaron hacia el robot que no podían tocar. Comenzaban a batallar contra el panel para poder tomarlo. Se repitió el experimento con una valla más alta y el resultado fue aún más contundente.
Los obstáculos y el deseo
Es indudable que la dificultad alienta el deseo. Los seres humanos jamás renunciamos del todo a alcanzar los imposibles. Si no fuera así, ni la ciencia, ni el arte, ni la tecnología hubieran avanzado. Todos esos adelantos son fruto de una encarnizada lucha contra lo imposible.
Lo malo es que esta característica del ser humano también se ha convertido en objeto de manipulación. ¿Por qué una persona valora más, por ejemplo, un teléfono móvil que es más costoso? La mayoría ni siquiera está segura de que realmente tiene un atributo mejor que los demás. Pero el alto costo, o sea la dificultad de comprarlo, lo hace más apetecible.
Pasa también con las grandes estrellas de cine. Muchas veces no son más atractivos, ni más inteligentes, ni mejores que cualquier persona no famosa. Pero para muchos se convierten en una verdadera obsesión. Son capaces de meterse en una multitud y luchar a brazo partido por conseguir un autógrafo de ellos. Y los “aman”.
El facilismo y la dificultad
Lo curioso de todo esto es que también vivimos en un mundo que quiere hacer todo más fácil cada vez. Hay infinidad de inventos y aparatos cuya principal función es hacer más cómoda y fácil la vida de todos. De hecho, el mundo de hoy nos ha vuelto un poco haraganes. ¿Para qué levantarte de la silla, si puedes cambiar de canal con solo oprimir el control remoto? ¿Para qué ir a comprar la leche, si la puedes pedir a domicilio y por Internet?
Si te fijas, las facilidades que ha impuesto la sociedad moderna están orientadas principalmente a hacer más sencillo el consumo de algo. La dificultad y, por tanto, el deseo, actualmente se orientan hacia unos objetos muy específicos. El deseo de “lo último” o “lo más novedoso”, por ejemplo. Siempre es más inaccesible, aunque no necesariamente mejor. O el deseo de prestigio y aceptación, que ahora se mide por “likes” o número de seguidores.
Definitivamente, sí valoramos más aquello que conseguimos con dificultad. Desde cierto punto de vista, esto es grandioso. Significa que tenemos espíritu de lucha y un gran interés por conquistar nuevos territorios. Lo malo es que lo prohibido, o limitado, actualmente no es fruto espontáneo de la existencia como tal. Como en el caso del experimento con los bebés, buena parte de nuestro deseo está manipulado desde fuera por la publicidad.