En la actualidad y por ley de vida, nuestros padres llegan o llegarán a edades muy avanzadas. Esto conlleva un deterioro que exige una protección y un cuidado de nuestros mayores que requiere de un cariño y una contemplación especial.
Por eso se dice que todos nos convertimos en padres de nuestros padres cuando llega el momento de su muerte. Porque nos toca abrazarlos, darles de comer, acariciarles con las palabras el alma y con nuestros cuidados. Nos convertimos en el bastón de su alma cuando recordamos a través de nuestro afecto la calidez que ellos nos han brindado toda la vida.
Es habitual que enfoquemos la vejez y la última etapa de la vida de una manera negativa. Sin embargo,
existen numerosas razones que nos ayudan a pensar que precisamente es una etapa bonita y, además, indispensable para elaborar el duelo.
Compartir ese momento con nuestros padres o abuelos significa compartir una necesidad de afecto que, de alguna forma, también simboliza el principio de un adiós. Significa sostener algo que nos hizo crecer y que nos dio la vida con la misma fuerza con la que se despide.
“Cuando sea mayor”, el mensaje de los padres ancianos
Cuando en algún momento pierda la memoria o el hilo de nuestra conversación, dame el tiempo necesario para recordar. Cuando no pueda comer solo, no contenga mis esfínteres o no sea capaz de levantarme, ayúdame con paciencia.
No te desesperes porque
esté mayor y tenga achaques. No sientas vergüenza de mí. Ayúdame a salir a la calle, a respirar aire fresco, a contemplar la luz del sol.
No te rompas de impaciencia porque camino lento, no te exasperes si grito, lloro o “te incordio” con batallas del pasado o del presente.
Recuerda el tiempo que yo he estado enseñándote a hacer lo mismo con lo que necesito que me apoyes. Yo tengo una misión nueva en la familia, por eso te pido que no desaproveches la oportunidad que se nos ha brindado. Ámame cuando envejezca porque sigo siendo yo, aunque peine plata en mi pelo.
El último adiós a la vida
Para reflexionar sobre el papel de los hijos ante la vejez de los padres,
Fabricio Carpinejar nos brindó un texto maravilloso que puede ofrecernos luz en una etapa que no siempre está iluminada. Es más, de hecho, generalmente resulta difícil sentirnos bien,
pues no podemos olvidar que su vejez supone un adiós a la vida que nos enseñó a hablar, a crecer, a coger la cuchara o a caminar.
“Hay una ruptura en la historia de la familia, donde las edades se acumulan y se superponen y el orden natural no tiene sentido: es cuando el hijo se convierte en el padre de su padre.
Es cuando el padre se hace mayor y comienza a trotar como si estuviera dentro de la niebla. Lento, lento, impreciso. Es cuando uno de los padres que te tomó con fuerza de la mano cuando eras pequeño ya no quiere estar solo. Es cuando el padre, una vez firme e insuperable, se debilita y toma aliento dos veces antes de levantarse de su lugar.
Es cuando el padre, que en otro tiempo había mandado y ordenado, hoy solo suspira, solo gime, y busca dónde está la puerta y la ventana que ahora le parecen muy lejanas. Es cuando uno de los padres antes dispuesto y trabajador fracasa en ponerse su propia ropa y no recuerda sus
medicamentos.
Y nosotros, como hijos, no haremos otra cosa sino aceptar que somos responsables de esa vida. Aquella vida que nos engendró depende ahora de nosotros para morir en paz.
Todo hijo es el padre de la muerte de su padre. Tal vez la vejez del padre y de la madre es curiosamente el último embarazo. Nuestra última enseñanza. Una oportunidad para devolver los cuidados y el amor que nos han dado por décadas.
Y así como adaptamos nuestra casa para cuidar de nuestros bebés, bloqueando tomas de luz y poniendo corralitos, ahora vamos a cambiar la distribución de los muebles para nuestros padres. La primera transformación ocurre en el cuarto de baño. Seremos los padres de nuestros padres los que ahora pondremos una barra en la ducha.
La barra es emblemática. La barra es simbólica. Porque la ducha, simple y refrescante, ahora es una tempestad para los viejos pies de nuestros protectores. No podemos dejarlos solos ningún momento. La casa de quien cuida de sus padres tendrá abrazaderas por las paredes. Y nuestros brazos se extenderán en forma de barandillas.
Envejecer es caminar sosteniéndose de los objetos, envejecer es incluso subir escaleras sin escalones. Seremos extraños en nuestra propia casa.
Observaremos cada detalle con miedo y desconocimiento, con duda y preocupación. Seremos arquitectos, diseñadores, ingenieros frustrados ¿Cómo no previmos que nuestros padres se enfermarían y necesitarían de nosotros? Nos lamentaremos de los sofás, las estatuas y la escalera de caracol. Lamentaremos todos los obstáculos y la alfombra.
¡¡¡Feliz el hijo que es el padre de su padre antes de su muerte!!! Y pobre del hijo que aparece sólo en el funeral y no se despide un poco cada día.
Mi amigo Joe acompañó a su padre hasta sus últimos minutos. En el hospital, la
enfermera hacía la maniobra para moverlo de la cama a la camilla, tratando de cambiar las sábanas cuando Joe gritó desde su asiento: Deja que te ayude.
Reunió fuerzas y tomó por primera vez a su padre en su regazo. Colocó la cara de su padre contra su pecho. Acomodó en sus hombros a su padre consumido por el cáncer: pequeño, arrugado, frágil, tembloroso.
Se quedó abrazándolo por un buen tiempo, el tiempo equivalente a su infancia, el tiempo equivalente a su adolescencia, un buen tiempo, un tiempo interminable. Meciendo a su padre de un lado al otro. Acariciando a su padre, calmado a su padre. Y decía en voz baja: ¡Estoy aquí, estoy aquí, papá! Lo que un padre quiere oír al final de su vida es que su hijo diga que está ahí”.
Aunque el cuidado de nuestros padres puede llegar a resultar agotador, no podemos olvidar que esa tristeza y cansancio es parte del duelo que necesitamos elaborar. Es parte de la despedida, del adiós a parte de nuestra alma, de nuestra niñez.