Un moderno edificio, junto al Palacio Real y la Catedral de la Almudena, albergará la riqueza encargada por las diversas dinastías españolas
Madrid
Durante la Segunda República, en 1936, Manuel Azaña aprobó la creación de un Museo de Carruajes y Tapices que, con el nombre de Museo de las Colecciones Reales, se inaugurará el año que viene. La construcción del edificio —iniciada durante el Gobierno de Aznar y continuada con el de Zapatero— ha concluido. El resultado es un inmueble —suma de tres maclados— que es a la vez muro y vínculo. Contiene las tierras de la ciudad asomada al Campo del Moro. Pero además, su contundente discreción se ofrece a las dispares arquitecturas del Palacio Real y la Catedral de la Almudena como un zócalo que las une. Finalmente, el nuevo museo se erige como paradigma de edificio fuera del tiempo, un papel que contrasta con la marca icónica de buena parte de los museos que todavía se construyen por el mundo.
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Más allá de la Segunda República, el edificio está cimentado junto a la valla hispano-musulmana —la mal llamada muralla árabe de la ciudad original—. Fue Felipe V quien quiso levantar un palacio sobre las ruinas de una antigua alcazaba y un alcázar. Corría el año 1735 cuando el primer monarca Borbón buscó al arquitecto estrella del momento, Filippo Juvara, que tras discutir la ubicación durante dos años murió. Su discípulo, Giovanni Battista Sacchetti, erigiría finalmente un pedestal sobre el que Sabatini terminaría concluyendo el Palacio Real. Esa intervención del siglo XVIII es la que remata el nuevo museo.
Así, dos son las apuestas de este nuevo proyecto de los arquitectos Emilio Tuñóny Luis M.Mansilla que almacenará y mostrará las colecciones reales. De un lado se trata de un edificio puente —física y temporalmente—. Lo contrario a un icono, es un “muro habitado”, explica Tuñón acompañado por una arquitecta de su estudio. El inmueble tiende una conexión entre el siglo XVIII del Palacio Real, el XIX de la Armería y el XX de la ecléctica Almudena. A ese contexto añade una intervención del siglo XXI. Además, conecta la plaza de Oriente con los jardines del Campo del Moro. Así, unir más que destacar es el primer mensaje de este edificio, sólido y compacto.
En una época en la que tanta arquitectura nace con fecha de caducidad —física y formal— el segundo mensaje que encarna el museo tiene que ver más con el tiempo que con la forma. Plegándose a lo que ya existía, poniéndose al servicio de lo que llegó antes que él, apuesta por la larga vida. Aquí hablan los espacios más que los gestos. Por eso la ciudad queda más consolidada.
40.000 metros cuadrados de almacenes, oficinas y salas de exposiciones (más de lo que ocupaba el Prado antes de su ampliación) mostrarán la riqueza encargada por las diversas dinastías españolas. En el gran salón dedicado a los Habsburgo, Tuñón cuenta que no ha diseñado un espacio diferenciado para mostrar El jardín de las delicias de El Bosco: “Polémica superada: no se moverá del Prado”.
El edificio es el primero que su estudio concluye tras la desaparición de su inolvidable socio Luis M. Mansilla, fallecido en 2012. Refleja un trabajo de 17 años que combina rigor histórico —la fachada casi clásica—, lógica constructiva —la estructura porticada que actúa como muro de contención— y mezcla austeridad con esmerados acabados. A estos arquitectos no les tiembla el pulso a la hora de construir espacios rotundos para acabarlos con mano de escultor. Por eso el museo rompe una lanza en defensa de los oficios artesanos —como canteros o ebanistas— en contraposición a confiarlo todo a la industria.
De los 170 millones de euros iniciales a los 150 que le ha costado finalmente a Patrimonio Nacional, el proyecto ha tenido que adaptarse. Tuñón lo explica descendiendo por la gran rampa (el edificio es completamente accesible) que recorre los 35 metros de altura del museo. Como le sucediera a su estudio al levantar el Hotel Atrio en Cáceres o la madrileña Biblioteca El Águila, también aquí quejas de profesionales o vecinos, dudas y rectificaciones han mejorado el proyecto. Entre las ganancias, Tuñón cita la austeridad. “Se pudo perder algo de elegancia al prescindir del pavimento de granito negro, pero se ha ganado naturalidad y luminosidad”.
“Hay millones de cambios y ajustes. Pero el croquis inicial es todavía el concepto final”, comenta. ¿Eso es importante? “Con cuidado de no cegarse, este lugar pedía continuar el Palacio Real rematando el sistema de rampas de Sachetti para salvar el gran desnivel, de ahí la idea del muro de contención habitado”. Descendiendo por la rampa llegamos a la joya del inmueble: la sala para los Habsburgo y los Trastámara, 120 metros ininterrumpidos con 9 de altura para exponer tapices.
El museo es descendente e invertido (se empieza desde arriba), un clásico urbano para poder ubicar una gran colección en un solar pequeño. Igualmente monumental, la sala dedicada a los Borbones no es tan alta, pero tiene vistas. La tercera gran nave estará dedicada a las muestras temporales
Tuñón sostiene que su museo-cornisa “explica el pasado —el origen hispano-musulmán de Madrid—, con los restos arqueológicos que alberga en dos de sus salas. También propone un futuro de unión de espacios urbanos, densificados, consolidados y, sin embargo, abiertos a la ciudad.