La edad nos vuelve más selectivos y hábiles a la hora de aplicar adecuados filtros de protección. Poco a poco caen los miedos, las inseguridades caducan y aprendemos a cuidar de nuestras prioridades, a saber “quién sí y quién no”. Porque madurar es, por encima de todo, tener en cuenta lo que merecemos y luchar por ello.
Resulta curioso como se enfatiza muy a menudo la relación casi directa entre el número de amigos o de relaciones que tiene un individuo, para hacer una rápida predicción sobre su felicidad o su bienestar mental. Esta premisa partió sobre todo por una teoría de los años 90 que enunció el antropólogo Robin Dunbar, y que a día de hoy se conoce como el número Dunbar.
Según esta propuesta, una persona necesitaría un grupo social de al menos 15o individuos para desarrollarse con plenitud. Ahora bien, este enfoque partió en su momento de los “primates no humanos” y de su relación casi directa con el tamaño de la neocorteza cerebral. Porque en lo que se refiere a los siempre complejos “primates humanos”, es decir a nosotros mismos, el tema evidencia ya delicados matices que es conveniente aclarar.
El número de relaciones sociales no se correlaciona directamente con la felicidad. Es la calidad de las mismas lo que nos confiere auténtico bienestar, equilibrio personal y esa satisfacción que nos permite ganar en sabiduría. A su vez, a medida que el ser humano madura, el número de relaciones sociales significativas decae para quedar reducido muy a menudo a un círculo sólido, ahí donde las interacciones favorecen una auténtica salud mental.
La edad y el autoconocimiento
Empezaremos aclarando otro dato importante relacionado con la edad. Ganar en años no significa obligatoriamente ganar en sabiduría, equilibrio y templanza. Los patrones de personalidad evolucionan, no hay duda, pero parten casi siempre de unas mismas raíces, de un mismo sustrato. Por ejemplo, el individuo de “mente cuadrada”, poco receptivo y habituado a ver el mundo con un filtro de negativisimo, no va a experimentar una súbita revolución interior solo por soplar velas de más en su tarta de cumpleaños.
La madurez física y la madurez psicológica no son lo mismo. El propio Aristóteles sostenía que en todo rasgo de carácter hay un exceso, una carencia o una virtud que nos habrá de acompañar a medida que maduremos. Sin embargo, solo quien es capaz de practicar la bondad y el autoconocimiento gozaba, según el filósofo griego, de esa virtud con la que uno mismo será capaz conectar con la auténtica felicidad al saber qué es lo prioritario.
Es fácil de entender: dependiendo de cómo me perciba a mí mismo, entenderé el mundo que me rodea. Si yo soy tacaño, percibiré a la gente generosa como derrochadora. El defecto en mi carácter desvía mis percepciones intelectuales y emocionales. Sin embargo, quien practica ese autoconocimiento donde la bondad y el respeto son esenciales, aplicará un adecuado filtro mental donde buscar y rodearse solo de aquello que armoniza con esos principios.
Tener en nuestra vida a personas nobles, auténticas y enriquecedoras no solo garantiza el disponer de una mejor salud mental y emocional. El propio Aristóteles señalaba que la amistad basada en la virtud favorece nuestro desarrollo moral. Porque un buen amigo es alguien donde poder vernos también a nosotros mismos a través de sus ojos, para segur invirtiendo en autoconocimiento.
Saber a quién quieres y lo que quieres no es ser egoísta
La vida se compone de momentos, de personas y experiencias variadas encadenadas como perlas. De nosotros depende ser selectivos y dar valor a esas piezas que, gracias a su brillo intenso, nos permiten tener una existencia más hermosa a la vez que significativa. Por ello, es necesario tener claro un dato muy concreto: ser selectivo no es ser egoísta.
Ganar en edad tiene muchas ventajas siempre y cuando, tengamos una mente abierta, intuitiva y que ha sabido sacar adecuadas conclusiones de las propias vivencias. Tarde o temprano, uno acaba dándose cuenta de que sobran cosas, de que nuestro equipaje personal arrastra un peso excesivo donde nos será imposible facturar esa maleta para continuar nuestro viaje a la felicidad.
Madurar es por tanto aprender a aplicar filtros psicológicos y emocionales. Quien se atreve a dejar ir ciertas amistades, ciertas relaciones, costumbres y determinados entornos, no peca de soberbia, al contrario, practica un fabuloso mecanismo de supervivencia. Algo que todos sabemos es que cuando somos muy jóvenes nuestro filtro relacional no tiene límites: somos receptivos a todo e intentamos impregnarnos de cualquier cosa que nos llega. Queremos experimentar, vibrar, emocionarnos…
Sin embargo, a medida que pasan los años y llegan las decepciones y los aprendizajes, entendemos que para tener una vida de calidad, “restar” personas, situaciones y actividades es necesario. Quedarnos con los que nos hace feliz es poder respirar en paz para seguir creciendo, para seguir madurando.
Alguien dijo una vez que el secreto de una vida feliz no está en correr muy rápido ni en subir muy alto. Está en saber saltar, en sortear altibajos, en encontrar refugio e inspiración en esas rocas del río de nuestras vidas donde se hallan los rincones más hermosos, las más sólidos y relucientes.