Cristina de Borbón y España, dos señoras
A Cristina de Borbón y Grecia le fue inculcada la sonrisa como oficio y ella aprendió la lección: pase lo que pase, sonríe. Sonriendo mientras España entera lo pierde todo menos la paciencia, todo menos los nervios, país señora donde los haya.
Cristina de Borbón y Grecia (no, Grecia no es España) reapareció hace unos días en Barcelona. Iba de la mano de su marido, Iñaki Urdangarin, y ambos sonreían. Una boda es una boda, y en la de Barcelona se casaba el hijo del magnate Lara, evento de relumbrón social al que la pareja había sido invitada. Doble, triple motivo para una sonrisa ancha. A Cristina de Borbón y Grecia le fue inculcada la sonrisa como oficio y ella aprendió la lección: pase lo que pase, sonríe. El mismo oficio que desempeña su madre; el mismo que desempeña ya su sobrina Leonor. Generación tras generación, la consigna es que sonreír es de buen gusto, mientras que mostrar un gesto adusto denota mala educación; sonreír demuestra control de la situación, eso que se entiende por estar en tu sitio, mientras que el gesto serio desvela preocupación y hasta una crispación que las de cierta clase, las señoras, no se deben permitir. Las muestras de desagrado, de desacuerdo, de irritación son propias de mujeres vulgares, poco pulidas, sin instruir; cosa de mujeres que no saben estar, que pierden los papeles, de una pasión improcedente, pasionarias. Si hay que sacar los pies del tiesto, porque la circunstancia, qué duda cabe, lo justifica, se encargan ellos. Así, el rey. El padre de la Infanta puede mandarte callar de muy malos modos, puede encarar a los fotógrafos, puede gritar al chófer, puede gruñir en público a su mujer, la reina, que mantiene el tipo como una señora, sonriendo. Como lo ha mantenido su hija en la boda catalana: sonriendo.
Se trata, claro, de ejercer la sonrisa como estrategia. Cristina e Iñaki sonreían, pues, de oficio y también porque volvían a la ciudad de sus arrendamientos arropados por el empresario que en agosto absolvió a Urdangarin. En una entrevista concedida a Vanity Fair, nuestro Murdoch sin tacha afirmó que el duque de nuevo cuño no ha cometido delito alguno. Uno de sus argumentos fue que Urdangarin no sobornó a nadie para conseguir contratos con las Administraciones Públicas. Como si llamarte Duque de Palma (autodenominado el Empalmado), llamarte esposo de la Infanta, llamarte yerno del rey, no fueran, en el escenario de esta corte, sobornos suficientes como para hacer unos milagros que para sus obras hubieran querido Victor Hugo y Valle-Inclán. Añadió el editor Lara que los delitos fiscales del Instituto Nóos fueron cometidos con posterioridad a la salida del aristócrata. En fin, el argumento de su defensa, casualidades de novela que desmienten las sucesivas pruebas aportadas por Torres y hasta por Hacienda, pruebas que no dejan de aparecer y que implican no solo al deportista de élite sino también a su esposa e incluso a su suegro, es decir, al rey, quedando en evidencia que si el rey no fuera el rey sería un señor que ya habría sido llamado a declarar ante el juez.
De momento, ni siquiera la Infanta ha sido imputada ni llamada a declarar como testigo. Lo intentó hace unos meses el juez Castro y le paró los pies una Fiscalía Anticorrupción que en su defensa de la Corona perdió la credibilidad de todo el país. Los tentáculos del trono son largos como trompas de elefante. Hecho lo cual, buscaron a la hija del jefe de todos los jefes un retiro dorado, en sentido estricto y figurado, a la espera, quizás, de que no apareciera un maldito papel más y la cosa se diluyera, la cosa nostra. Hasta se ha atrevido la no imputada a ir de boda, sonriente, del brazo del imputado, sonriente asimismo. Sonriendo mientras España entera lo pierde todo menos la paciencia, todo menos los nervios, país señora donde los haya, todo menos los papeles. Pues papeles ha habido más. Muchos más. Los últimos son de arrendamiento, donde la arrendadora es la arrendataria y viceversa, qué nos va extrañar si el cortijo es eso, señoras y señores, si España es eso: la Casa del rey, los contratos de su familia y las empresas de sus amigos. Y así funciona, como un reloj suizo. ¿Los relojes suizos se paran alguna vez?
Absortos en el tic-tac nacional, esperamos a ver hasta dónde puede llegar el juez Castro, hasta dónde le deja llegar Anticorrupción y el punto exacto en que le pare de nuevo los pies, las agujas, Torres-Dulce, fiscal general del Estado. Torres más dulces han caído, nos repetimos, tic-tac, tic-tac. Ya, ya. Para ir haciendo tiempo, y aprovechando que la doctrina Parot pasa por Estrasburgo, el rey recibe en Zarzuela a las víctimas del terrorismo (no confundir con las Manos Limpias que acusan a los suyos). La reina, por su parte, celebra un muy discreto cumpleaños, señora una vez más. Más de lo mismo. Y España espera sin perder los papeles (ni siquiera los del paro), señora como ninguna, enseñada, domada, dócil. Y si la Infanta no es llamada a declarar, el caso Urdangarin se cerrará en falso. Y ella podrá seguir forzando sonrisas. Pero España no. ¿O sí? España dejará de ser una maldita señora. ¿O no?