“Hay que saber perder”, es una frase que nos repitieron nuestros padres en nuestra infancia y que probablemente repitamos a nuestros hijos, con la secreta esperanza de que logren encajar mejor los golpes de la vida y asuman la derrota con espíritu deportivo.
Sin embargo, no hay nada mejor para enseñarles a perder, que dejar que pierdan, algo que los padres no suelen hacer. La tendencia de los adultos a dejar ganar a los niños para que se sientan bien podría pasarles una factura en el plano psicológico.
En muchas ocasiones, cuando jugamos con los niños, fingimos una derrota, para que no se entristezcan o no sufran una rabieta. De esta forma los pequeños son felices pues experimentan una agradable sensación de empoderamiento, pero también les arrebatamos la posibilidad de desarrollar esas estrategias psicológicas tan necesarias para lidiar con la derrota y el fracaso en la vida real, para minimizar el disgusto por haber perdido.
La tendencia a facilitarles la vida a los niños es normal y no resulta dañina, pero en ocasiones se nos puede ir la mano. Cuando intentamos facilitarles absolutamente todo, no pensamos en las consecuencias que ello acarrea en la formación de su personalidad.
En este sentido, un estudio realizado en la Universidad de Virginia con niños de 4 y 5 años reveló que los niños a los que se les regala una victoria no merecida desarrollan una percepción distorsionada sobre sus habilidades.
Estos psicólogos comprobaron que cuando los niños tienen mucho éxito en una tarea, son menos conscientes de la información relevante que podrían usar para aprender sobre el mundo ya que consideran que esta es menos importante pues alguien les está facilitando el camino. En práctica, resolver los problemas en su lugar les impide desarrollar las herramientas necesarias para solucionar los problemas por sí mismos.
¿Por qué es tan importante que los niños aprendan a perder?
- Su autoestima se protege y refuerza, pues quien sabe perder no ve la derrota como algo personal, como una falta de capacidades o de valía, sino como algo normal que ocurre en diversas situaciones y que se puede revertir. Por tanto, las derrotas no afectan su autoestima sino que, al contrario, la refuerza.
- Mejora sus habilidades sociales, pues sabe participar y jugar con deportividad, de manera que no se enfadará con los demás cuando pierda ni generará conflictos por ello.
- Aprende a centrarse en la actividad, más que en los resultados, por lo que deja de pensar en términos de éxito y fracaso y disfruta mucho más del camino.
- Comprende la importancia de la perseverancia y el esfuerzo, centrándose en la posibilidad de cambiar a partir del error en vez de atribuir el éxito a la buena suerte.
- Desarrolla una mejor tolerancia a la frustración, siendo capaz de ver los obstáculos como desafíos, lo cual le permite lidiar mejor con la adversidad, sin derrumbarse y saliendo fortalecido de esta.
- Aprende a ser más cooperativo y ayudar al otro, en vez de desarrollar una actitud más competitiva y egoísta que puede traerle problemas en su vida.
- Desarrolla una autoimagen más realista, que le servirá para enfrentar los futuros retos de la vida, ya que es consciente de sus capacidades, habilidades, potencialidades y limitaciones.
Entonces, ¿nunca debemos dejarles ganar?
El juego siempre debe ser una experiencia divertida, pero no podemos olvidar que también es una excelente oportunidad de aprendizaje. Si los padres dejan que el niño gane siempre, le impiden irse preparando para las derrotas que sufrirá a lo largo de la vida. Sin embargo, si el niño pierde siempre, es probable que desarrolle una gran frustración.
Por eso, podemos dejarles ganar a veces. Aunque la mejor estrategia consiste en equiparar las fuerzas en el juego. Por ejemplo, se le puede dar un poco de ventaja antes de comenzar para que la competencia sea más justa.
Cuando son pequeños, también podemos priorizar los juegos de azar sobre aquellos que demanden habilidades más complejas ya que de esta manera no es necesario dejarles ganar y nosotros los adultos tampoco tendremos ventaja.
Obviamente, la edad del niño es determinante. A edades tempranas los conceptos de victoria y derrota suelen ser irrelevantes ya que el pequeño disfruta más el juego en sí mismo, no lo asume como una competencia. En esa primera etapa lo más importante es que el niño aprenda a seguir las reglas.
Más adelante, a medida que el niño crezca, desarrolle sus habilidades y comience a buscar la aprobación social, le dará más importancia a la competencia y los resultados del juego, aunque eso también dependerá de la relevancia que los padres le confieran a las victorias. Si desde pequeño les enseñamos a disfrutar del camino, más que concentrarse en el resultado final, el peso de una derrota no será tan grande.
No obstante, aproximadamente a partir de los 4 años los padres deberían comenzar a trabajar los conceptos de victoria y derrota, sin trucos. Debemos tener en cuenta que cuando los niños pierden tienen la oportunidad de lidiar con esa situación, con los sentimientos que genera, y recuperarse.
¿Cómo lograr que las derrotas se conviertan en victorias?
- Validar sus sentimientos centrándose en lo positivo. Perder no sienta bien, pero no se trata de sentir pena por el niño sino de validar sus emociones y ayudarle a centrarse en lo positivo, haciéndole ver cuánto habéis disfrutado del juego.
- Asumir la derrota como una oportunidad de aprendizaje. Si le enseñas a tu hijo que perder no es algo negativo sino una oportunidad para aprender y crecer, este tipo de situaciones no le afectarán tanto.
- Cambiar los conceptos de ganador y perdedor. En realidad, no gana quien vence el juego sino quien más disfruta de la actividad, aprende, coopera y no se rinde ante los obstáculos. Por eso, es importante que no alabes en demasía al ganador ni ridiculices al perdedor.
Recuerda que todo lo que siembres hoy, dará sus frutos mañana. Una pequeña derrota en el juego puede hacer que tu hijo esté más preparado para lidiar con las decepciones, fracasos y adversidades de la vida.
Fuente:
Palmquist, C. M. et. Al. (2016) Success inhibits preschoolers’ ability to establish selective trust. Journal of Experimental Child Psychology; 152: 192–204.