El poder de las caricias
Ningún otro sentido como el tacto nos pone en contacto tan directo con otro ser humano. De hecho, las personas somos tacto puro: la piel abarca todo nuestro cuerpo. Y la mano, sede principal de la función táctil, es una extremidad compleja que nos aparta definitivamente de los demás miembros del reino animal.
No es exagerado decir que el amplio idioma del tacto es uno de los factores que nos instala decisivamente en el universo de lo humano. Es conocido, y frecuentemente citado, el hecho de que un bebé no acariciado está en elevado riesgo de morir.
Recién terminada la Segunda Guerra Mundial tuvo lugar un caso espontáneo que llamó la atención de los investigadores. Había dos orfelinatos estatales y se advirtió el hecho de que en uno de ellos los niños tenían mejor talla y peso que en el otro. La situación era extraña, dado que las dos instituciones pertenecían al mismo programa.
Cuando se profundizó en los hechos, pudo comprobarse que la diferencia venía dada por la persona que estaba a cargo en cada uno de ellos. Mientras que la Señora Grun acostumbraba a jugar y a acariciar a los niños que estaban bajo su cuidado, la Señora Schwarz mantenía una relación distante con los pequeños que crecían en su institución.
Por casualidad, las dos mujeres fueron trasladadas y cada una terminó dirigiendo el orfelinato que antes estaba a cargo de la otra. Entonces se corroboró lo que todos pensaban: los niños que antes presentaban un índice de crecimiento muy favorable comenzaron a perder peso y tamaño. Mientras tanto, los otros crecieron y engordaron.
La Universidad de Miami también reportó un estudio en el que aparecen conclusiones similares. Allí se observó que los niños prematuros detenían su desarrollo mientras estaban en las incubadoras. Por eso propusieron sacarlos de allí durante quince minutos, tres veces al día, para acariciarlos. El resultado fue extraordinario. En poco tiempo alcanzaron un grado de madurez normal y pudieron ser dados de alta una semana antes que otros niños a los que no se les acariciaba.
Las madres modernas en muchas ocasiones no tienen suficiente tiempo para compartir con sus bebés. Por eso hay un sector de investigadores que comienza a preguntarse si el crecimiento exponencial de la violencia en los jóvenes puede tener una relación directa con esa falta de contacto entre madre e hijo en las primeras etapas de la vida.
En el Reino Unido se hizo una investigación al respecto. El estudio estuvo dirigido por la doctora Penelope Leach, e indagaba por las diferentes formas de cuidado que reciben los niños menores de cinco años y sus efectos en el desarrollo.
Los expertos analizaron la saliva de los bebés que no recibían ninguna respuesta cuando estallaban en llanto. Detectaron entonces que había una elevada presencia de “cortisol” en el organismo de estos niños. El cortisol es una hormona que se produce por estrés.
Esta sustancia tiene un efecto altamente nocivo cuando actúa sobre un cerebro en formación. También altera la capacidad de respuesta del sistema inmunológico. Por eso se pudo concluir que estos niños eran más propensos a enfermar.
Así mismo pudo constatarse que el estrés no solamente se deriva de estímulos amenazantes, sino que también se produce debido a la carencia, o a la tensión que generan las necesidades afectivas insatisfechas. Esta frustración podría convertirse en la semilla de una agresividad latente o expresa.
La ciencia entonces corrobora algo que todos intuimos de una u otra manera. El contacto afectivo a través del tacto nos hace más fuertes y mejores. Esto no se aplica únicamente a los bebés, aunque sí a ellos preferencialmente. Pero a lo largo de toda nuestra vida sigue vigente la necesidad de caricias físicas. Tienen exactamente el mismo efecto que en los niños.